El seguidor de arcoiris




El seguidor de arcoiris se lava las manos
con agua de lluvia y, sin sacudirse
el polvo nocturno, remonta el camino
que hizo la muerte ―por ser la primera
que abriera una trocha en la selva
en que habría de alzarse la vida.
El seguidor bien lo sabe y respeta
su signo en la puerta ―su puerta con signo.

Y no sabe de nada.
Y no sabe de nadie.

En el fondo y en la superficie está más
solo que un simple muerto.
Quizá los matices que busca los halle
en las alas de un ángel, entre los demonios
o en otro universo mejor.
Su pobre arcoiris tiene dos colores:
el negro y el blanco,
y es triste la lluvia pintada de grises.
Qué cosa más triste ―qué triste y qué cosa.

Y no sabe de nada.
Y no sabe de nadie.

El seguidor ha cargado los hijos ajenos
sobre sus rodillas gastadas pasando.
«Quien siembre semillas, tendrá que regarlas.»
Cuando lo recuerda, vacía sus bolsillos al suelo,
rompe los papeles al polvo, la hoja de afeitarse,
aunque son sólo escombros que halla
rodando en cunetas de cualquier camino.
Qué miedo a quedarse ―quedarse a qué miedo.

Y no sabe de nada.
Y no sabe de nadie.

El seguidor de arcoiris siempre se despide.
Nadie lo conoce a mitad de saludo.
Es un vagabundo lleno de recuerdos
que será olvidado por ser tan ligero,
por no usar corbata ni polvo en el ceño,
por irse a llorar donde lloran los perros:
al fondo de un patio ―un patio sin fondo.

Y no sabe de nada.
Y no sabe de nadie.