El libro que me hizo llorar


Por: Yeilén Delgado, periódico Girón, Cuba
14 de Octubre del 2014


El libro fue un regalo; olvidado, o mejor, postergado por misiones más inmediatas, demoró unas semanas en llegar a mis manos. Cuando, al fin, comencé a leerlo, no abandoné el asiento hasta que la última hoja quedó pegada en mi dedo. Una hermosa factura y gran calidad en la impresión caracterizaban el volumen pero la encuadernación no fue tan buena y a medida que avanzaba, las páginas se desprendían.

Hacía rato que una lectura no me dejaba tan conmovida. Por todo espacio, por este tiempo. Silvio Rodríguez en barrios de La Habana, es su título. Con crónicas de Mónica Rivero Cabrera y fotografías de Alejandro Ramírez Anderson, me transportó por ese periplo del – en palabras de Marta Valdés - cantor de los ángeles, las constelaciones, los unicornios y los héroes, que resulta Silvio. Un periplo marcado por las ansias de darse, de entregar cultura allí donde la desidia ha contribuido a crear barrios llamados marginales o desfavorecidos.

Este no es el libro convencional de una expedición, no se detiene en el mero recuento de cada concierto, sus invitados y particularidades; va más allá, intenta apresar el espíritu de esta gira interminable que inició en La Corbata y ha llegado a recónditas comunidades, siempre con nombres simpáticos pero con realidades muy duras.

Los autores, en imágenes y palabras, no adoptan la posición del turista, no se detienen en hacer loas del trovador y su acción desinteresada; por el contrario, enaltecen su obra de la mejor forma, plasmando la concepción del mundo de esos que sobreviven en comunidades apartadas, esperando la casa que ya creen nunca vendrá, con códigos propios y una resignación que duele; y es precisamente a esa Cuba otra, a la que llega Silvio para cantar, seguro de que el arte cura y de que una canción puede ametrallar la indolencia, un monstruo que traspasa el mal funcionamiento. Porque cuando el autor de Pequeña serenata diurna se emplaza con su equipo en uno de esos sitios olvidados, a los indolentes no les queda más remedio que posar la vista en el basurero permanente, en el agua corriente que no corre, en el edificio sostenido por la “estática milagrosa”. Muchos, atraídos por su obra, llegamos también a barrios que no conocemos, para ser espectadores, y se nos siembra el compromiso de hacer algo, lo que sea.

Más de una vez se me humedecieron los ojos en esa lectura, sobre todo porque me recordó que a la obra revolucionaria le falta mucho por hacer, que no hay derecho a sentarse tranquilo mientras un cubano aún no sobrepase esa barrera, tan relativa, de lo marginal.

Este libro es un homenaje al compromiso social del arte, a aquellos que, pese a los embates, siguen con Cuba y respaldan a la Revolución sin vendas en los ojos ni tibiezas en los criterios. También nos hace pensar en cuán perdidos van aquellos mal llamados artistas, enfocados solo en pegar el tema, ser el número 1 de los Lucas y cobrar, cobrar bastante aunque sea por doblar.

Por suerte, esos quedarán en el olvido; sin embargo los que tuvieron a Silvio allí, frente a su puerta, sin pedir nada a cambio, no olvidarán el gesto enorme del músico. Este es un libro honesto, sin imposturas, por suerte, susceptible a crecer. Otros conciertos han pasado desde el último que allí se referencia, otros muchos ya hemos latido con Óleo de mujer con sombrero en escenarios no convencionales, nos hemos enamorado y hemos descubierto zonas oscuras de nuestra Isla que se precisa alumbrar. Y eso es el libro de Mónica y Alejandro, luz, no porque acarree lágrimas sino porque hace pensar.