Cambio de oficio




Dentro de pocos meses, habrán transcurrido 20 años de aquella fecha en que instigado, sobre todo por Mario Romeu y por algunos familiares y amigos, me atreví a sentarme ante una cámara de televisión, guitarra en mano, y a interpretar dos de mis canciones.

Seis años atrás, en el semanario Mella, me había iniciado como dibujante de historietas, labor que luego fui ampliando con la ilustración, el diseño y el emplane gráficos.

Pero aquella noche del programa Música y Estrellas, espacio que realizaban Manolo Rifat, Orlando Quiroga y el propio Mario, decidió mi cambio de oficio. Fue un día después de mi desmovilización de las FAR; fue el martes 13 de junio de 1967.

Hoy, luego de dos décadas, reflexiono sobre aquello que sucedió tan fluidamente que, si llegó a ser una decisión, fue más pasional que inteligente.

Por otra parte, la verdad es que me encantaba inventar canciones y luego hacérselas saber a quienes me rodeaban: familia, compañeros de armas y amigos. Era algo nuevo, hermoso, fascinante. Fascinación que se enriqueció en condimentos con las primeras visitas que hice a los estudios de radio y televisión, donde conocí personas famosas, algunas admiradas por mí hacía tiempo.

Recuerdo, por ejemplo, una vez que Maritza Rosales se sentó a escucharme en un pasillo, donde yo le cantaba a Froilán, el de Elena, y la fuerte impresión que me produjo una frase que dijo al despedirse acerca de mi canción Y nada más. Ella no lo sabe, pero en ese momento me sentí importante por hacer lo que hacía con tanta naturalidad, cosa que incluso me ayudó a pensar que iba por el camino correcto.

A pesar de ello, mi oficio, o sea, el trabajo con que pensaba podía ganarme la existencia, era la gráfica, y en los primeros meses de cantor me sentí un dibujante aventurado en parajes misteriosos.

Y es que la canción era, para mí, una actividad tan vital y espontánea que no conseguía considerarla un trabajo –aunque ya me esmeraba en no hacer dos canciones iguales o parecidas y trabajaba en los textos y la música con todo el rigor de que era capaz.

La canción era el infinito donde se liberaba mi espíritu, donde se revelaban mis anhelos y sueños de juventud –cosa que no excluía, por supuesto, que en ella aparecieran mis angustias y preocupaciones.

Algún tiempo después le escuché a Carlos Puebla una frase definitoria de su caso: decía el viejo Puebla, que antes, en el capitalismo cantaba él para vivir y ahora vivía para cantar.

Por mi parte la plástica siempre me había gustado tanto como para no considerarla una obligación, pero hacer canciones me resultaba diez veces menos una carga.

Y así, casi sin darme cuenta, me fui dando a mi nuevo oficio de cantor. Así me vi a la espera, cada vez más ansiosa, de proposiciones de programas de radio y televisión; y hacía pequeños recitales donde me lo pedían y llegué a cantar casi hasta donde no. Por las noches me iba al Coctel, donde trabajaba Teresita Fernández, no solo porque me gustaban sus canciones, sino porque, generosa maestra, me invitaba a cantar. Y cuando al cabo de algunas semanas alguno de los presentes hizo lo mismo, me puse contento luchando siempre contra mi obstinada timidez escénica.

Luego vino la historia más o menos sabida. Y digo “más o menos” porque en cierto grado es una historia enriquecida por la fantasía del tiempo y por la a veces extraviada memoria de alguno de sus protagonistas, incluyéndome.

Visto a vuelo de pájaro, lo cierto es que hicimos aquel programa llamado Mientras tanto, que tuvo repercusiones, sobre todo en la joven televidencia de entonces.

A pesar de esto por aquel tiempo me costaba trabajo convencerme de que el cambio de vida era acertado, primero porque ambientalmente era todo muy distinto, y segundo porque no me imaginaba, precisamente a mí, tan aguajirado y silencioso, trepado a un escenario y cantando ante un público.

También cuando aquello fue que comencé a enfrentar ciertas dificultades, las que también han sido tamizadas por el ensueño, el desconocimiento y hasta por la mala intención. Pero en todo caso fueron embates que me hicieron querer mi nuevo oficio de trovador, porque uno ama y se compromete más con las cosas que ha tenido que defender, que con las que le caen del cielo.

Así, la fragua, los azares y seguro también la vocación me aferraron a la guitarra que generosamente me daba canciones, como a lo único en el mundo a lo que me pudiera dedicar.

Recuerdo que hasta dormía con el instrumento al lado, como si fuera un arma y que de madrugada me lo subía al pecho y rompía a cantar como un loco.

Por eso una mujer casi me bota de su lado, poco después que conocí a Pablo, porque a cualquier hora la despertaba con Yo vi la sangre de un niño brotar.

O sea que, cada vez más íntimamente, me fue invadiendo la canción la vida y fui disfrutándola más, gozándola más, hasta los límites del vicio, de la entrega total, del abandono.

Viviendo yo semejante desmesura conocí a Haydée, que nos abrió la CASA de su corazón. Y luego a Alfredo, que, como un mago, nos convirtió en Grupo de Experimentación Sonora. Y fue esta una etapa de profundización de mis responsabilidades, porque comencé a aprender nuevos rigores de la alquimia a la que me entregaba, cuando aparecieron partes ignoradas de mi ciencia y con ellas comencé a precisar, con más nitidez, algunas zonas de la estrategia del oficio.

Responsabilidad fue un concepto que siempre más se fue agrandando, incluso a veces algo incómodamente, al situarse junto a escaños tan sacrosantos como vocación o inspiración.

Después, cuando terminó la etapa del Grupo, cuando uno era ya algo así como un personajillo del mundo cultural Responsabilidad continuó apareciendo más y más frecuentemente, en la medida misma en que Historia y Arte iban desarrollando su área.

Así empezó a conformarse esa ambigua materia denominada éxito. Esta palabrita siguió complicando las cosas y haciéndome sentir, a veces, que mi cambio de oficio me había metido en camisa de once varas.

Y es que el éxito va unido, inevitablemente, a otra palabra –hija por cierto de Responsabilidad—que es Compromiso.

Y aquí no sé si por iluminación o por licencia, poso los ojos sobre el diccionario de sinónimos, lo abro y ved lo que encuentro: COMPROMISO: conflicto, riesgo, apuro, dificultad, brete, trance, aprieto, embarazo y además: obligación deber, pacto, empeño, convenio, ajuste.

Creo que todos los oficios exigen responsabilidad. Lo que se hace debe hacerse bien para que valga la pena. Desde este punto de vista no hay oficio mejor que otro, porque la dignidad de una faena está en la profundidad, en la convicción, en el amor que pone el hombre en su empeño.

Pero respecto a mis ocupaciones creo que me sucede algo curioso: he invertido veinte años de mi vida trabajando en una esfera del saber humano que considero útil y noble, aunque ahora, y aun cuando le doblo la edad a mi quehacer, no solo desconozco si hice bien o no en cambiar de oficio, sino que ignoro si aún me aguardan mutaciones.

¿Crisis de los cuarenta? ¿Condición sagitariana de ir siempre más allá? ¿Musarañas?...

Sea lo que sea y cámbiese o no de oficio, donde quiera que se vaya nos estará esperando Don Compromiso, como una sombra anticipada de la brega. No lo digo intentando aconsejarme y mucho menos por dar consejos a otros.

Alguien con siniestra certeza dijo que son los viejos quienes aconsejan, cuando no pueden dar malos ejemplos. Y aunque a mí me gustaría ser siempre capaz de dar buenos ejemplos, confieso que prefiero que nadie necesite de consejos.


En marzo de 1987, Siboney


 

Publicado en Bohemia el 22/5/1987 y en Granma Internacional el 21/06/1987.