Memorias de Angola




Estoy al borde del mar, cuando se me acerca un vecino de veraneo e indaga por la suerte del cuarteto Los Cañas.

—¿Existen todavía? —me pregunta—, porque yo fui chofer y escolta de ellos en Cabinda, en 1976.

Así, de pronto, me suena raro, porque yo anduve media Angola con Los Cañas, pero no los recuerdo en Cabinda. Entonces me viene a la memoria que cuando yo regresaba en junio a Cuba, Los Cañas estaban siendo enviados a la zona por la que Vicente, el mago Aira y yo habíamos iniciado nuestra ruta de fuego: la rica provincia de Cabinda, separada del resto de Angola por el delta del río Zaire, lo que origina el concepto de enclave defendido por el FLEC, grupo guerrillero separatista. Inevitablemente rememoro cómo aquellos complejos problemas territoriales diseñaban las principales consignas del MPLA y su nación recién inaugurada: De Cabinda a Cunene, Angola es una. Un solo pueblo, una sola nación.

Viendo a nuestras familias retozar en las olas, le pregunto a Leal ―el vecino― las circunstancias que lo llevaron a estar en África por aquellas fechas. Me dice que era chofer de un comandante y que este lo cedió como apoyo a la agrupación de Ramón Espinosa, cuando Fidel declaraba que la defensa de Cabinda era estratégica para el futuro de la República Popular de Angola. Por esa importancia, en la segunda mitad de 1975, ciento y pico de instructores cubanos y algunos combatientes de las FAPLA habían defendido aquel territorio de cinco invasiones simultáneas.

—Cuatro por tierra y una por mar—, me contó Espinosa en persona, a fines de febrero del 76, cuando nuestra brigadita artística acababa de llegar a Cabinda, ávida de detalles de la hazaña reciente y con el privilegio de escuchársela a uno de sus principales protagonistas.

—Hubo momentos en que teníamos al enemigo tan cerca que no nos daba tiempo a sembrar minas, y desde la cama del camión las íbamos tirando a la carretera— contaba el compatriota.

Y a la pregunta de cómo se llamaba esa táctica de combate, Mongo Espinosa se sacaba el mocho de la boca y lo miraba fijo, como si el tabaco le fuera a soplar la respuesta, para después soltar en un susurro:

―Aquella era la táctica de la desesperación.

Pero lo que me llamó más la atención de Leal fue que sólo dos años antes de semejante odisea había sido uno de “los jipis del Almendares” —que era como se les decía a los pelúos que iban a los conciertos de la nueva trova—, muchachos que habían asumido el parque bajo el puente como “zona de operaciones”.

—Hace unos días —comenta Leal—, me encontré con uno que siempre andaba con nosotros y que está igualito, todavía con todos sus pelos y en la misma onda. Cuando me vio, me dijo: “Mulato, yo seguí aquí, y aquí sigo”. Mira como me erizo —y muestra los brazos de pollo desplumado, agregando que él tuvo suerte y no demasiados problemas, pero sabe que ése que se encontró sí los tuvo, como muchos otros también los tuvieron.

—A mí me tocó el décimo llamado del Servicio ―sigue diciendo―, en el 73, y la verdad es que me vino bien. Lo que es a mí, el ejército me ayudó en la disciplina. En sus filas aprendí el oficio de chofer y luego me hice mecánico. Todo eso fue lo que me llevó a Angola dos años después.

Avanza la tarde y el inefable Leal parte con su familia. Yo entro al mar y ando entre olas hasta donde mi hijita de año y medio juega con su mamá. Me arrodillo ante ellas, ido a mi propia historia de entonces, sumergido en lo que significaba, a principios de los setenta, ser uno de los trovadores que nuestros jipis aplaudían en el parque del río Almendares y en todo lo que luego me llevó hasta Angola.

Y cavilando en la cantidad de facetas que tiene el mismo pedazo de existencia en lugares y circunstancias diferentes, se me cuela “Alguien Aquí Conmigo”, el libro como un grito de Víctor Heredia que acabo de leer. Y me dan ganas de llamar a Víctor y contarle que cuando echaban a volar al mudo Miguel Artori sobre el delta del Río de La Plata, que era cuando se lo hacían a Rodolfo Walsh y cuando de otra forma se lo hacían a Allende y se desataba la otra persecución de los vecinos, o sea cuando también metían a Angelito Parra en Pisagua y le desgarraban la humanísima existencia a otro Víctor cantor, yo, a salvo en la a veces exhaustiva seguridad de nuestro socialismo, añoraba el peligro que ocurría en tantas partes y jamás me llegaba, porque por entonces la oportunidad de dar la vida por los ideales era una celosa reserva, propiedad de los que vivían en las injustas sociedades o ―en mi país― de los que tenían el poder de decidir quién se la jugaba y quién no.

En los tiempos en que Raúl Sendic y sus huestes utópicas (y no tanto) develaban al mundo que los profesionales de la CIA eran los entrenadores en picana eléctrica de los verdugos latinoamericanos, hubo —pocos, pero hubo— balseros cubanos que apuntaban al sur en vez de al norte, con el insólito sueño de sumarse a las guerrillas continentales. Por entonces casi empezaban las apologías revolucionarias, quedaban lejos las diatribas. Algunos futuros traidores aún eran “ejemplos” y muchos próximos muertos aún andaban. Era apenas cuando algunos partidos comunistas comenzaron a desmarcarse de su pura y dura realidad, en el absurdo afán de quedar bien con una realidad imaginada.

Bastante cabrón conmigo —no se me ocurría culpar a nada fuera de mí mismo—, en 1970 compuse el tema de “Los Comandos del Silencio”, serial televisivo sobre los Tupamaros que un guionista en La Habana escribía tras leer los avatares diarios de la lucha en Montevideo: si hoy ocurría un atentado, mañana salía dramatizado en nuestro programa. Cuba entera, con la respiración contenida, seguía diariamente aquel combate desigual donde se demostraba que la inteligencia era más —o al menos tan— importante como la temeridad. Años después, conocer a Sendic me resultó como estrechar la mano de un ser entrañable. Por estupidez no me permití expresárselo, como si mi sentimiento fuera una frivolidad. La verdad es que me daba vergüenza portarme con él como un diletante musical ante Von Karajan, pero lo cierto es que para mí, salvando distancias, era todavía más.

Desde siempre yo había sido un joven con conciencia y compromiso. Pero en 1968 no me habían gustado algunos aspectos de nuestra pretendida “ofensiva revolucionaria”. Este había sido mi primer choque con “la calle”, vida civil de la que había estado “a salvo” durante más de tres años, en un verde olivo tan obligatorio como preservador. En los años siguientes seguí constatando cómo en nuestro suspirado modelo de sociedad los ciudadanos viviríamos constante e imperativamente protegidos. Subliminalmente se nos proyectaba como salvados de la maldad capitalista, de nuestro pasado lleno de malos hábitos, pero aquellas salvaciones llevaban convoyadas otras inadmisibles, como el derecho de jugarnos la vida (porque eso ya lo habían hecho otros, por nosotros). Era insoportable estar a salvo de ciertos riesgos y era muy difícil asumir que el “hombre nuevo” debía “aparecer” de aquella paternidad insufriblemente bienhechora.

Cuando el 11 de septiembre de 1973, en los mismos instantes en que bombardeaban La Moneda, escribí: “Allí yo tuve más de cuatro cosas / que siempre he deseado”, me refería a mi derecho a probar —a probarme a mí mismo— que era capaz de ser consecuente con lo que manifestaba defender en mis canciones, aún desde nuestra beatífica sociedad socialista. Un año antes, cuando Noel Nicola, Pablo Milanés y yo habíamos visitado Chile, las calles de Santiago eran la arena donde la sociedad chilena debatía. En ocasiones nos habíamos visto envueltos en manifestaciones callejeras que invariablemente terminaban en duras trifulcas ―enfrentamientos que a su vez eran reprimidos con chorros agua, bombas lacrimógenas, toletazos e incluso disparos de los carabineros.

Yo no soy violento, nunca lo he sido; la violencia no me es simpática. Pero nací en un país que llegó a una forma de plenitud histórica a través de una violencia revolucionaria, emancipadora. Como vecino, además, nos ha tocado el imperio más poderoso de la Historia, el que igualmente nos ha caído a bombazos que nos ha mandado invasiones, terroristas, espías y que constantemente nos calumnia. Todo eso, unido al culto a los cojones (sin distinción de género) de la tradición cubana, creó en mi generación una química humeante, cuando no explosiva, proclive a las tormentas y las broncas.

El levantamiento de Céspedes; las gallardas hazañas de Agramonte; la carga desigual de Martí contra la fuerza colonial que lo ultimó; las veintitantas cicatrices en el torso broncíneo de Maceo; el esfuerzo casi suicida de Villena; Pablo de la Torriente cayendo a las puertas de Madrid; la intransigente consecuencia de Guiteras; la generación del centenario, la odisea del Granma, la epopeya de la Sierra Maestra: todas las cruentas luchas del pueblo cubano por su emancipación son una siembra de la que se recoge admiración, gratitud y deber. Inspirados por esos ejemplos, arrebatados de la paz hogareña por el nombre que lleven sus urgencias, marchan los más disímiles caracteres humanos hacia lo que identifican como su deber cotidiano. Pero a muchos les sucede que, en el telar uniforme de la jornada, no distinguen los hilos de la gloria.

A toda mi generación le pasaba algo así. Muchos todavía éramos niños cuando triunfó la revolución. La conciencia de haber tenido una edad límite que nos había privado de combatir por nuestra libertad fue como otro “pecado original” que arrastramos hasta que apareció nuestro momento.

Acaso por eso mi rostro emerge de las olas con una sonrisa para nada distinta a la de mi familia, mientras pienso: “Menos mal que la Historia, Neto y Fidel nos dieron la oportunidad de arder en África, en Angola, y que luego la moral de Mandela lo certificó”... y vuelvo a zambullirme.

 

Publicado en el blog Segunda Cita el 14 de noviembre de 2013.