Mi viejo y Fantasía




Aunque mi padre fue quien me descubrió el placer de la poesía (me acuerdo a los 7 escuchándole a Juan de Dios Peza y a Martí), también causó mi temprana adicción a otro tipo de lectura.

Esto fue tiempo después, cuando un amigo suyo llegó a casa con un bolsilibro de portada tan lustrosa que me obligó a pedírselo prestado.

Cuando mi padre –que no había visto lo anterior– me sorprendió con el tomo, me lo arrebató de las manos y, negando con la cabeza, dijo mientras lo encerraba en el escaparate: “No quiero que leas esta mierda”.

Así de sencilla fue la cosa. Y es que hasta entonces, en mis nueve o diez años de vida, lo prohibido quedaba en regiones comunes a la gente de mi edad: no alejarse solo de la casa, no decir malas palabras y en, general, no desobedecer ciertas normas de seguridad y educación.

Pero lo vetado transgredía un territorio virgen (entonces no comprendí por qué) y el impacto me sumió en sentimientos confusos y beligerantes.

Así emprendí una hazaña tan seductora como la mismísima lectura prohibida, porque aquel día me convertí en conspirador. Vigilaba las entradas y salidas de mi padre, chequeaba sus horarios, sus hábitos cotidianos, y por eso todavía recuerdo a qué hora mi Viejo hacía cada cosa, a mediados de la década del cincuenta.

Debo admitir que nunca me atreví a más que mirar –y a pasar una mano nerviosa– por la brillante cubierta del libro.

Unos años después me lo encontré dando vueltas por la casa, medio desvencijado, y como yo ya era mayorcito y nadie recordaba la privación, me lo leí de un golpe.

Era una noveleta de ciencia ficción, y recuerdo –siempre lo recordaré– de punta a cabo el argumento.

Gracias a mi padre –obrero agrícola de origen y por entonces tapicero– también conocí las Fábulas de Esopo. Y supe que las fábulas eran algo así como un cuento muy cómodo y sabroso de leer, por lo breve y lo claro, donde sucedían cosas que me eran atractivas; había dioses que bajaban al mundo transformados y usando sus disfraces para influir en la vida de la gente.

En las fábulas los animales hablaban como los hombres, pero esto no me pareció extraordinario, no sólo por los dibujos animados y las historietas, sino por un poema –de Darío– que mi padre, ateo furibundo, me leía desde toda la vida. Ese poema era "Los motivos del lobo”.

La composición es una leyenda en que la bestia aprende la maldad de los humanos y en su oscura guarida dispara un penoso rosario de razones a San Francisco, que lo escucha trémulo de congoja.

Comprendo las diferencias que hay entre aquel lobo, tristemente sabio, y la cháchara metalizada de tío Rico Mac Pato. Comprendo las diferencias entre el discurso aleccionador de las criaturas de Esopo y las razones a menudo extraviadas del zoológico parlante de Walt Disney –quien en ese sentido no inventó nada, porque los bichos que hablan y los super-seres son patrimonio bien antiguo.

Cierto es que todo el llamado “arte fantástico” no es bueno, como tampoco es bueno a ultranza todo el arte realista o de cualquier otro estilo o período.

Parece que ninguna modalidad artística posee el secreto de la excelencia, aunque todas las artes –gracias a ciertos artistas– sean capaces de llegar a ella.

Quizás por eso, querido Viejo, no sucumbí a la tentación de convertirme en un eunuco de las cortes utópicas –como me aconsejó el diablito aquella tarde en que me prohibiste leer el primer libro de ciencia ficción que veía.

Gracias a lo diverso se me fueron abriendo los ojos. Y lo que siempre me hizo huir de un libro fue su autor, leyera lo que leyera. Nunca he podido soportar las historias mal contadas, la falta de imaginación, las “fantasías” o “realidades” huecas, indigeribles.

Claro que más tarde tuve la suerte de tropezar y perseguir ensueños y aparecidos de Andersen, Carrol, Poe, Hoffman, Becker, Stevenson, Stoker (¡Shakespeare!), Verne, Wells.

Después, también, con el arte reclutador llegaron Borges, Bradbury, Tolkien, Quiroga, Ende (¡Saint-Exúpery!)… Pero antes, mucho antes, me volví loco con lo que creo “La Biblia” de la literatura fantástica universal: Las mil y una noches. La conocí, como todos, a través de las mojigatas versiones infantiles.

Luego la fui encontrando de forma cada vez más adulta, hasta llegar a un tal Mardrus (acusado de pornográfico), quien la tradujo directamente del árabe.

Lamento no conservar esta edición (sé quien la tiene), y en su defecto poseo la levemente desdeñable, por más vestida, de la española editorial Aguilar.

El caso es que este compendio de maravillas, donde jamás se ignora lo terrenal, fue lo que me hizo saber que el arte de las figuraciones iba a ser un compañero de viaje de toda la vida.

Se ha dicho que literatura fantástica y la ciencia ficción son recursos evasivos, incluso de mal gusto.

Permítanme dudarlo. Es imposible que una forma de sensibilidad que ha trascendido los siglos no tenga que ver con los problemas humanos, incluso con algunos de los más importantes.

Y viéndolo por “el lado malo”, aunque las buenas costumbres suelan aconsejar al revés, la evasión no es un asunto de extraterrestres. También cabe agregar que la fuga suele encontrarse más común y peligrosamente en otras sustancias que en el arte.

Si la imaginería es de dudoso gusto, revisemos entonces los talentos, las inteligencias que a través de los siglos han sustentado esta manera de explotar el universo.

Pero volvamos por otro instante a Disney. Entre los alivios que le debo, reluce el haberme despertado –¡y fijado!– el gusto por la música sinfónica. Pasó en el cine Rex, en el 61, a mis catorce. Gracias a Fantasía identifiqué a Beethoven, a Stravinsky, a Mussorgsky… Modesto, que paradójicamente se llamaba aquel señor, me presentó al resto de los nacionalistas rusos, aunque seguí prefiriendo a Tchaikovsky. Luego Tchaikovsky me fue útil hasta para el servicio militar. Esto porque una vez serví en un puesto de mando y allí había un viejo tocadiscos que se usaba al amanecer, para despertarnos con la corneta de diana. Aquel cachivache hizo sonar como podía mis gastadas placas de Piotr Ilich.

Y de madrugada, desde aquella música de la soledad y los ensueños de un recluta, escribí supongo que estremecedores testimonios de amor a cierta dama de la adolescencia. Gloria inefable que debo sin lugar a dudas a Fantasía, de Walt Disney.

Por estas bondades –y por otras que son para otro día– es que te quiero agradecer, “viejo hermoso” Dagoberto, aquel remoto y memorable acto de censura, convencido de que lo hiciste para que mis gustos literarios rezumaran excelencias.

Aquello, que pudo parecer inquisitorio, me sirvió de mucho, porque ya me ves pregonando enanos y unicornios –como si no fueran cosas de todos los días.

Y es que “la vida es bella y en colores” como tú siempre has dicho, y uno, gracias a ello, también se inspira a fantasear un poco, ¿no?

 

Publicado en la revista Bohemia el 15 de junio de 1990.