Pensar en mi familia




Pensar en mi familia me lanza a cuando Don Juan le dice al aprendiz que para ser chamán tiene que hacer la lista de todas las personas que conoce y escribir lo que recuerde de cada una. Yo vengo de dos familias muy numerosas, así que renuncio (por ahora) a la condición de chamán.

Mi padre se llamó Dagoberto y fue natural de Vereda Nueva. A los siete años estaba doblado sobre un surco, como obrero agrícola. A veces se escapaba del sembrado y se metía en la escuela pública, pero sus mayores lo sacaban y lo devolvían a la tierra, donde les era necesario.

El caso de mi madre, Argelia, fue similar. De niña no tenía zapatos, sólo una muda de ropa que lavaba de noche y destendía al amanecer, para correr a la escuelita. A media mañana la iban a buscar, porque el centavo diario que ganaba limpiando casas era vital en un hogar de trece bocas.

De la unión de esos seres nací en San Antonio de los Baños, en una vieja casa de madera que los ciclones del 26 y el 45 dejaron mal parada. La habían construido mis abuelos maternos, en medio de penurias de proporciones nacionales. Era en la calle Caridad, número 2 ½.

Entre los árboles del patio, mi abuelo me contó que de niño había estado en Tampa, a fines del siglo 19. De por entonces, hacía dos historias. Una en la playa, cuando se subió a un trampolín para impresionar a las muchachas, y después le daba más miedo bajar las escaleras que tirarse. Otra historia ocurría en una bodega, donde había conocido a un cubano afectuoso que se interesó por su suerte. Unos días después, en la tabaquería en que trabajaba, mi abuelo vio al mismo hombre pronunciando un discurso. Entonces supo que aquel señor era un patriota al que le decían El Delegado, aunque se llamaba José Martí. Cuando en el siglo 20 mi madre visitó Tampa, trajo fotos de los lugares donde pasaron esas cosas.

Esta última historia se la oí al viejo Félix varias veces, con más y con menos detalles. Yo le preguntaba cómo era el hombre, qué aspecto tenía, si su voz sonaba aguda o grave, y mi abuelo me abría lo que quedaba de su memoria, mientras yo me esforzaba por hacerme una imagen.

El patio de la casa en que nací, en San Antonio, y el de la casa de la familia de mi padre, en Vereda Nueva, fueron curiosamente semejantes. Ambas casas quedaban donde terminaba el pueblo y empezaba el monte. Otra cosa importante fue el río, que va desde donde estuvo la Laguna de Arigüanabo hasta la Cueva del Sumidero. En esos sitios hice contactos decisivos con la naturaleza. Supe de perros, gatos, chivos, puercos, gorriones, tomeguines, sinsontes, colibríes, abejas, avispas, arañas, caballitos del diablo, guineos, lagartijas, ranas, majases, jicoteas, biajacas y catibos. Y aprendí a distinguir galán de noche, aromas, ceibas, limas, guayabas, yagrumas, naranjos, fruta bombas, granadas, jagüeyes, mamoncillos, mangos, anones, guanábanas, marañones, mameyes, flamboyanes, almácigos y palmas.

En los predios de la infancia no sólo empecé a ser persona sino también cubano.

Otro ser entrañable fue mi tío, Angelito, único hermano de mi padre, del que también fui ahijado. Padrino era quien extraía para mi las páginas de historietas de los diarios; era quien me llevaba al cine los fines de semana; era quien, después de la película, me iniciaba en las delicias de la comida china, en la olorosa plaza de Cuatro Caminos. Gracias a él comprendí que se podía ser pobre y caballero, y lo grato que era saborear los ostiones --misterioso manjar de los puestos de fritas.

La mayoría del mundo antiguo, gente y río, para mi son fantasmas. Casi la única que sigue en pie es mi madre, espero que por mucho. Y, claro está, la luz del señor amable que conoció mi abuelo niño.

 

Publicado en el blog Segunda Cita el 30 de mayo de 2012.