Señora de los sueños




Mis canciones están llenas de mentiras. Ficción le llaman. Y nunca he hablado de la importancia de esta Señora en lo que hago, ni de la utilidad de su oficio introductor, que abrevia distancias de un corazón a otro, haciendo transparente lo que por otra vía es neblinoso, cuando no peregrino.

Fue una pequeña vagabunda que apareció de un traspié de mi lengua, en terreno baldío. Venía sin posesión visible, pero infló un globo que se hizo una carpa, una cordillera y luego una ciudad de la que hoy, por supuesto, es el ama de llaves. Un buen día tuve la casa llena de cachivaches, de cosas como rejas sin ventanas, tiradores sin puertas y mangas sin camisas. Un bazar impensable de ficciones.

– ¿Necesita sextante?
– Perdone, pero prefiero un astrolabio –dije yo, por antiguo.
– Muy bien, aquí lo tiene. ¿Algo más?
– No se me ocurre nada…

Aquí fue donde se sacó los guantes y, como para darme un escarmiento, me sopló humo de lámparas, hilos de alfombras voladoras, botoncitos de nácar, laúdes, palmatorias, cajitas de rapé. Y de pronto me vi pintando un cuadro que no me imaginaba, mirando la distancia entre lo que creía saber de mis canciones y lo que ellas sabían de mí.

Se suele culpar a la vida de nuestras melodías. Ese es un estribillo de mortales. Las canciones son de otra raza y ¿de qué se van a alimentar sino de la ficción? No hay otra cosa que las sacie. Engordan de lo que guardan remotos almacenes a cuyos inventarios no tenemos acceso, pues tienen llaves fugitivas.

Las cerraduras están en cualquier parte. A veces un aroma tenue, llegado de la infancia, abre una hendija a esos lugares. Uno quisiera abalanzarse, como desesperado. Pero igualmente acaba comprendiendo que sólo se permiten los atisbos, la mínima visita que algún sentido pudo hacer.

Son olvidos, inesperados movimientos que ocurren en aquel laberinto de almacenes. Naturalezas, sustancias, o simplemente sueños que quieren salir a conocernos y a que les conozcamos. Cuando Ella no vigila, cuelan sus llavecitas en la primera cerradura que encuentran. Ahí olfateamos, sentimos un sabor y en ocasiones hasta vemos lo que no sabemos explicarnos.

En esas migas infinitesimales se nos revela algo sobre lo que no hay control, ni leyes, aunque sin duda es nuestro. Un territorio íntimo que no hemos aprendido a usar o que acaso olvidamos. Regueros que no esperan por nuestra comprensión sino por nuestro afecto.

 

Publicado en el blog Segunda Cita el 19 de octubre de 2013.