Este álbum fue grabado en 1991, en los estudios del sello PolyGram de la Av. Miguel Ángel de Quevedo –en Coyoacán–, México DF. Lo grabó el joven ingeniero Francisco Miranda, con la asistencia de Miguel Ángel Bárzagas, quien nos hacía el sonido en vivo. Llegamos allí algo cansados, con deseos de llegar a nuestros hogares, ya que acabábamos de terminar un periplo por ciudades aztecas. Fueron apenas tres o cuatro sesiones matutinas en las que alcanzamos a grabar 10 temas, gracias al entrenamiento de la gira. En una mañana puse 8 de las voces que aquí se escuchan. Las otras dos conseguí ponerlas veinte años después, en los estudios Ojalá de La Habana, cuando retomé este trabajo para al fin publicarlo.
Estos registros han pasado por muchas tribulaciones y han generado no pocas aventuras. Originalmente fueron grabados con reductores de sonido muy específicos, equipo que se conectaba a las grabadoras que se usaban entonces. En Cuba no existía esa tecnología y siempre que reproducíamos las cintas escuchábamos un desagradable hiss en primer plano. Esto nos hizo ver la necesidad de buscar lo que nos faltaba, para mezclar con la mayor calidad posible.
Un día nos hablaron de un flamante estudio, en otro país, que “tenía de todo”. Nos pusimos en contacto, pero carecían del reductor de sonidos. Sin embargo, nos prometieron alquilarlo en un tercer país y que lo tendríamos cuando llegáramos. Entonces hablé con Chucho Valdés, que debía poner el piano en Venga la Esperanza, ya que estábamos usando su arreglo, y le propuse que viajara con nosotros a culminar la grabación.
Chucho, entusiasta, pospuso compromisos y se montó con nosotros en el avión que nos llevó a nuestro destino. Pero la alegría de nuestra llegada se desvaneció cuando en el estudio nos dijeron que aún no tenían el equipo prometido, aunque lo esperaban para el día siguiente. Aquella conversación se repitió, idéntica, durante 10 días consecutivos hasta que, al onceno, ya sin recursos para continuar allí, tuvimos que regresar a Cuba con nuestras cintas de dos pulgadas sin tocar. Lo bueno de aquellos 11 días fueron las vacaciones que disfrutaron los grandes talentos que me acompañaron.
Desde mediados de los 80 yo venía proponiendo en Cuba la idea de construir estudios de grabación con tecnología de punta. A fines de 1989 nos autorizaron a crear un fondo con ese propósito, que fue inaugurado con los honorarios del memorable concierto en el Estadio Nacional de Chile de 1990. Después de concluir mi colaboración con Diákara, adquirimos una multipista de 24 canales y el escurridizo reductor de sonido. Como aún nuestros estudios eran un proyecto, prestamos ambos equipos a la EGREM, que los usó durante varios años. Gracias a eso, en la calle San Miguel, en Centrohabana, logramos completar la grabación que habíamos comenzado en la avenida Miguel Ángel de Coyoacán.
La razón que durante 30 años me ha animado a volver una y otra vez a este trabajo ha sido su calidad musical. Diákara fue un grupo excepcional que en pocos meses consiguió una solidez y originalidad notables. No hace mucho, gracias a Emilio Vega –exDiákara y aún cercano colaborador–, pusimos en los estudios Ojalá una formidable cuerda de metales y un par de clarinetes, lo que “humanizó” un sonido que originalmente se hacía con teclados.
Después de 30 años sin cejar en la realización de este proyecto, al fin lo puedo dedicar a la memoria del fundador de Diákara –uno de los más grandes bateristas que ha dado Cuba–: Oscarito Valdés (Jr.). A él, en su eternidad, agradezco el haberme invitado a inaugurar juntos esta rica experiencia.
Silvio Rodríguez Domínguez,
La Habana, junio de 2021.