13 de Septiembre del 2015
Por: Patricia B. Alvarez
Fotos: Gillen G. Ureta
Por: Patricia B. Alvarez
Fotos: Gillen G. Ureta
Había una vez un policía que tocó a la puerta de un trovador para pedirle que cantara en un barrio “con desventaja social”; y ese trovador no solo fue a tocar a donde le pidió el policía, sino que decidió que a partir de entonces cantaría todos los meses en lugares similares. Y el tiempo pasó, y pasó el trovador por barrios como La Corbata, El Fanguito, Cantarrana, Romerillo, La Timba, El Canal, Cocosolo, y así hasta llegar a sesentaiocho comunidades con nombres no menos curiosos.
Cinco años después de aquel primer concierto en un barrio de La Habana, el trovador ya estaba convencido de que cantarles a “las familias, a los niños, a los viejitos en portales y balcones, a jóvenes colgados de los techos” se había convertido en una adicción a la que no pensaba renunciar. Fue así que el trovador cogió su guitarra una vez más y llegó a La Dionisia (o hasta muy cerca de ella, porque algunos vecinos insistían en que La Dionisia estaba unos metros más allá del lugar donde se puso el escenario). Pero digamos que el trovador llegó a La Dionisia, un barrio que no se ve desde las principales avenidas de Nuevo Vedado, escondido tras uno de esos edificios que la gente reconoce por el número de plantas (doce en este caso).
Allí lo recibieron como en tantos otros lugares: parejas de enamorados con libros que esperaron mucho tiempo por ser dedicados, señoras que solo querían abrazarlo, niños que se halaban unos a otros hasta llegar a primera fila, perros, banderas, sonrisas… Allí, como en tantos otros conciertos, había gente del barrio y gente que atravesó la ciudad (y algún que otro mar) para ir a verlo, a escucharlo. Allí, como tantas veces, al trovador le agradecieron en ráfagas, y le pidieron canciones que ya no canta y otras que canta siempre. Y el público se apropió impúdicamente de aquellas que sintió más suyas. Y el trovador, como otras veces, sacó su cámara al final para intentar quedarse con algún recuerdo tangible de esa noche (aunque con los conciertos suele pasar como con los atardeceres, que nunca permiten al fotógrafo captar su esencia).
Una vez, hace años, este trovador dijo que el hombre, después que canta, queda solo; pero resulta difícil creerlo si se trata de alguien que ha intentado, al menos por una noche, enmendar lo roto, aflojar los odios, apretar amores… quien estuvo en La Dionisia -o en cualquiera de los sesentaisiete conciertos anteriores- sabe que, después de cantar, ni este hombre ni esos barrios quedan tan solos.
Cinco años después de aquel primer concierto en un barrio de La Habana, el trovador ya estaba convencido de que cantarles a “las familias, a los niños, a los viejitos en portales y balcones, a jóvenes colgados de los techos” se había convertido en una adicción a la que no pensaba renunciar. Fue así que el trovador cogió su guitarra una vez más y llegó a La Dionisia (o hasta muy cerca de ella, porque algunos vecinos insistían en que La Dionisia estaba unos metros más allá del lugar donde se puso el escenario). Pero digamos que el trovador llegó a La Dionisia, un barrio que no se ve desde las principales avenidas de Nuevo Vedado, escondido tras uno de esos edificios que la gente reconoce por el número de plantas (doce en este caso).
Allí lo recibieron como en tantos otros lugares: parejas de enamorados con libros que esperaron mucho tiempo por ser dedicados, señoras que solo querían abrazarlo, niños que se halaban unos a otros hasta llegar a primera fila, perros, banderas, sonrisas… Allí, como en tantos otros conciertos, había gente del barrio y gente que atravesó la ciudad (y algún que otro mar) para ir a verlo, a escucharlo. Allí, como tantas veces, al trovador le agradecieron en ráfagas, y le pidieron canciones que ya no canta y otras que canta siempre. Y el público se apropió impúdicamente de aquellas que sintió más suyas. Y el trovador, como otras veces, sacó su cámara al final para intentar quedarse con algún recuerdo tangible de esa noche (aunque con los conciertos suele pasar como con los atardeceres, que nunca permiten al fotógrafo captar su esencia).
Una vez, hace años, este trovador dijo que el hombre, después que canta, queda solo; pero resulta difícil creerlo si se trata de alguien que ha intentado, al menos por una noche, enmendar lo roto, aflojar los odios, apretar amores… quien estuvo en La Dionisia -o en cualquiera de los sesentaisiete conciertos anteriores- sabe que, después de cantar, ni este hombre ni esos barrios quedan tan solos.