7 de Octubre del 2011
Por: Juan Nicolás Padrón
Fotos: Iván Soca
Por: Juan Nicolás Padrón
Fotos: Iván Soca
Conocí personalmente a Silvio Rodríguez en el Encuentro de Jóvenes Creadores de La Habana, efectuado en el antiguo colegio La Salle de la calle 13 entre B y C en El Vedado, en 1968 o 1969. Yo estudiaba en el Instituto Preuniversitario Militar Héroes de Yaguajay, y en una peña literaria recibíamos a escritores; recuerdo que Félix Pita Rodríguez nos dejó una caliente polémica sobre la responsabilidad del artista en la sociedad socialista, después irían algunos recién estrenados escritores de la Escuela de Periodismo, entre los que se encontraban los jóvenes Eduardo Heras León, Víctor Casaus, Víctor Joaquín Ortega… Tal vez por discutidores nos ganamos el derecho a participar en ese encuentro de dos o tres días en que nos íbamos a encontrar con coetáneos que ya habían alcanzado cierta fama, entre otras cosas, quizás también por rebeldes y polemistas. El Chino Heras, con quien inicié entonces una amistad que perdura hasta hoy, al presentarme a Silvio me identificó como miembro de un grupo de aspirantes a bachilleres artilleros.
Tengo una vaga imagen de aquel momento, pero recuerdo que se discutió mucho en la declaración final la palabra “personal” para calificar la obra del artista, en momentos en que se estaba experimentando con la escritura de obras “corales” ―en el Salón de Mayo se había realizado la novedad de un mural colectivo y algunos narradores ensayaban una novela entre varios autores, pero solo eran proyectos experimentales―; también se discutió mucho si se podía o no medir con exactitud el tiempo para la creación artística. Momentos antes habíamos celebrado una reunión aparte con un gordo funcionario que nos trataba de convencer a los más jóvenes del Pre de que en el comunismo la disciplina de los escritores sería tal que podríamos tener jornadas de ocho horas para escribir, hasta con el marcaje de un reloj como “obreros de la cultura”, cuestión que nos dividió. No puedo precisar bien las intervenciones, pero sé que yo apoyé sin reservas al Chino Heras, que exigía la inclusión de la llevada y traída palabra para proteger el derecho del autor y su tiempo para la creación; al escaso bando se sumó Silvio. Todos éramos muy flacos. Fue mi primer combate contra la bur(r)ocracia.
Había visto a Silvio en la televisión en el programa Mientras tanto y me había llamado mucho la atención la manera en que podían hacerse buenas “canciones modernas cubanas”, más allá de las baladillas intrascendentes de nuestro subdesarrollado pop, trasmitidas por la televisión como inofensivo sucedáneo de Los Beatles, Rolling Stones, Creedence Clearwater Revival, Bee Gees… ―imitados y versionados por el mexicano Roberto Jordán, el mejor oyente de la WKAM―, que solo se difundían discretamente por la radio en el programa Nocturno, más liberal, aunque los mezclara con las versiones al español que algunos ideólogos estimaban más adecuadas para que las nuevas generaciones no nos “contagiáramos” con el arrasador rock y demás vertientes de la música norteamericana o en inglés que nos llegaban por la onda corta, acompañadas por raros sonidos propios de la estática que aún extraño cuando escucho limpias grabaciones digitales de aquellas piezas. Huelga decir que los “pepillos” odiábamos las “gallegadas”, aceptadas por los “cheos”, y perseguíamos las versiones originales, parecía una aberración proponernos como mejor opción escuchar aquellas ridículas versiones de algunos buenos originales. Esa absurda política condujo a que muchos jóvenes rechazaran, en bloque, toda la música cubana, y hasta tradujeran al inglés canciones escritas originalmente en español, para hacerlas “potables”.
A mí me salvó de ese maniqueísmo mi padre, a quien lo dejaba un tanto perplejo mi preferencia por aquellos peludos angloparlantes, porque su mundo era el de Sindo, Corona y la trova tradicional, el danzón de Barbarito Diez, las canciones de Lecuona y Sánchez de Fuentes interpretadas por Esther Borja o María de los Ángeles Santana, y el son de Benny Moré, que, sin darme cuenta, habían entrenado mi oído para recibir a los también peludos neotrovadores. Algunas canciones de Silvio y de Pablo nos hicieron coincidir completamente por primera vez en los gustos musicales, y a través de esta coincidencia comprendí lo valioso de la música tradicional de mi país que me estaba perdiendo: fue una ganancia adicional de mi encuentro con las canciones de la nueva trova. Como me había inclinado por la lectura de la poesía, preferí a Silvio; me di cuenta, por ejemplo, de que los temas del hastío y la búsqueda surreal podían ser no solo poetizados, sino musicalizados: la canción “Y nada más” fue uno de mis modelos poéticos, con la ventaja de que era posible escucharlo con música, a diferencia de los viejos y hermosos madrigales y otras piezas de los cancioneros españoles. Intenté aprender guitarra, pero tenía (tengo) el oído cuadrado para la interpretación ―parece que siento tanto la música, que se me queda adentro―: me decidí por ser público. Continué siendo un fiel seguidor de Silvio y mi admiración crecía en la medida en que conocía el trasfondo de sus obras, su anecdotario, y hasta la mitología tejida a su alrededor, que le aportaban lecturas insospechadas a “Hay un grupo que dice” y al propio “Mientras tanto”, mis preferidas entre las primeras canciones que escuché del trovador de San Antonio de los Baños. Cuando me lo presentaron, ya era famosa la canción “La era está pariendo un corazón” y hacía unos días había discutido con un hispanófilo que todavía usaba traje y alegaba que la expresión “parir” era prosaica para usarla como título en una canción. Sin él saberlo, también ahí estuve al lado de Silvio, contra un bando y contra el otro: los años demostrarían que, al final, resultaba la misma pandilla.
Después de aquella fugaz presentación, no me encontré más con Silvio, salvo como anónimo público. Cuando en el Festival de la Canción de Varadero en 1970 interpretó “Resumen de noticias”, yo fui de los que aplaudió hasta el delirio bajo la mirada intranquila de los “…que ríen con solo media risa, / los delimitadores de las primaveras”; en un recital con varios trovadores en el teatro Amadeo Roldán, en el que cantó “Debo partirme en dos”, yo vi desde el primer balcón cómo se levantaron y se fueron los ocupantes de la primera fila de la platea, justamente mientras el trovador susurraba: “hace tiempo que vengo lidiando con gente / que dice que yo canto cosas indecentes…”; en el parque de Calzada, donde nos reunimos en una descarga gratuita un grupo de los asistentes a una presentación suya en el teatro Hubert de Blanck, luego de una de las habituales suspensiones del programa, me di cuenta de que mi monárquica y pavorosa tía política ―que había seguido mis pasos para ver “en qué andaba”―, corría espantada cuando tarareábamos “tú / tenías precio puesto desde ayer, / tú / valías cuatro cuños de la ley, / tú, / sentada sobre el miedo de correr...”, de “La familia, la propiedad privada y el amor”. Aquellas canciones molestaban mucho, a unos y a otros. No se entendieron o fueron objeto de las más peregrinas interpretaciones, en medio de las transformaciones culturales y sociales que se estaban operando en Cuba en la década del 60. Pugnaba por imponerse el valor artístico de la obra de los pioneros de la Nueva Trova en medio de una lucha tenaz y enconada: en una esquina, funcionarios que por ignorancia o por salvaguardar porciones de poder los querían fulminar, con la gozosa aprobación de ancianas conservadoras, como mi tía; en la otra esquina, los defensores de la rebeldía, de las ideas de emancipación social, de los revolucionarios “difíciles”, como Haydée Santamaría y Alfredo Guevara, unidos para salvar un arte que ellos intuían capaz de sobrepasar las contingencias de aquellos años.
Recuerdo la suspicacia que levantó “Ojalá”, una de las piezas más bellas del extenso repertorio de Silvio; ortodoxos de “aquí”, pobres de espíritu y carentes de imaginación para disfrutarla, hallaron sospechosos versos como “para no verte tanto, para no verte siempre” o “a tu viejo gobierno de difuntos y flores”; coincidían, por carambola, con quienes, desde “allá”, trataban de interpretar los versos del trovador de acuerdo con sus intereses y sus posiciones cavernarias. Después de 1973, a no pocos chilenos les pareció que se referían a Augusto Pinochet, y todavía hoy me han discutido vehementemente en Chile que se había compuesto con ese propósito, aún cuando sabemos que la canción, dedicada a Emilia, un amor de juventud, fue creada en 1969 a bordo de la nave Océano Pacífico, en medio del Atlántico. Todo depende de los contextos, pero muchas malas lecturas pueden ser contrarrevolucionarias, aunque estén llenas de buenas intenciones.
Las canciones de Silvio han sido eficaces recursos para enamorar a una mujer ―inteligente―, para consolar la desdicha de un amor frustrado o para explicarse mejor lo sucedido con la pasión o el afecto; al menos a mí me ayudaron a entender mejor circunstancias íntimas alrededor de un hecho amoroso: la discusión interminable de “Qué se puede hacer con el amor”; la duda que impone la exigencia de la modernidad “Aunque no esté de moda”; el hastío y la rasgadura de “Esta canción”; el “poco de muerte” que entraña amar, en “Esto no es una elegía”; la prolongación del festejo amoroso si se dice “Te amaré”; la decepción de ciertos momentos en que se presiente el final del erotismo en “Que ya viví, que te vas”; la necesidad de contar “Con diez años de menos”; el desamor que propone “Mi lecho está tendido”; la escapada irresistible “Camino a Camagüey”; el cansancio de una convivencia agotada en “Canción de invierno”; el terrible presagio del “Ángel para un final”; el dolor de la ausencia y la búsqueda de “Tu fantasma”; la firme decisión para declarar que “Yo te quiero libre”; la seguridad de sentirse seguro porque “Te conozco”; la inmortalidad de un “Óleo de mujer con sombrero”; el desgarramiento de la ruptura sublimado en la belleza del “Réquiem”…
Silvio ha sido un poeta de imágenes audaces de tono surrealista, insertado dentro de un imaginario popular que raras veces acepta este tipo de arte, pero el cubano de a pie es capaz de extraer de su obra expresiones sacadas de su contexto para aplicarlas a otros, en una especie de apoteosis del disparate. Cuando oí, en una calle de La Habana Vieja, a dos “tembas” decirle a una rumbosa mulata “mami, vas matando canallas”, me sentí como Charles Aznavour: no sabía si reír o llorar. Sin embargo, por encima de lecturas demasiado elementales, sus hallazgos poéticos, unidos a su música contagiosa o de gran lirismo que combina timbres, sonoridades y recursos de la modernidad con una raigal tradición cubana, han conformado obras de un gran poder sugestivo y arraigo popular, afianzadas al recuerdo y multiplicadoras de mensajes que se reinterpretan con el paso del tiempo, canciones que nunca van a ser viejas porque cada vez que se escuchan permiten una nueva exégesis. ¿Sabrá alguien quién será la “bruja amiga mía” de “Es sed”, o “El Rey de las flores”? ¿Tendrá sentido empeñarse en descifrar con precisión de laboratorio cada imagen de “Sueño con serpientes”, “En el claro de la luna”, “La maza”? ¿Resultaría útil o eficaz explicar versos como: “Un reloj se transforma en cangrejo / y la capa de un viejo / da con una tempestad de comején” o “Y yo me apego más al mar, / me hermano doble de los peces”? ¿Por qué Silvio pide un “Rabo de nube”, por qué se lamenta de la pérdida de su “Unicornio”? El arte no se explica, se siente; se resemantiza para volverlo a sentir de otra manera; si es buen arte, porta valores intrínsecos imperecederos, y ofrece nuevas lecturas en nuevos públicos.
Me sumé, como cualquier revolucionario cubano, a cantar las canciones de Silvio que han servido para reivindicar, con absoluta nitidez, la causa de los humildes, para exaltar la mística de los primeros años, para criticar el burocratismo y otras malas hierbas, para enaltecer la gloria de las pequeñas victorias cotidianas, para revelar los matices de la “especialidad” de los períodos… Su obra es una crónica personal y colectiva de cada etapa de la Revolución cubana para indagar en lo que (me) aconteció, lo que (nos) fue ocurriendo, lo que sucede ahora mismo, con la guía de la sinceridad para equivocarse y con la ventaja del talento para acertar: la mejor convivencia entre arte y política. Ante decisiones que muchos suponían ―o decían suponer― perfectas, no pocas veces estas canciones se pronunciaban y señalaban valientemente el error; en el momento de las fidelidades necesarias y las celebraciones honrosas, su arte se alzaba con luz propia: sin “pachanga” para olvidar, ni “panfleto” para alimentar la mala propaganda que ha crecido como el marabú.
Ahí están las composiciones de Silvio: las que no olvidan los niños como la “Balada de Elpidio Valdés”, “El reparador de sueños” o “Pioneros”; el homenaje al trabajo secreto de los hombres que garantizan la seguridad del proyecto revolucionario ―“El hombre de Maisinicú” o “El dulce abismo”―; el recuerdo para la “Madre” en los tiempos de la guerra de Vietnam; la cantata para la victoria en “Girón: preludio”; el saludo a la solidaridad en “Si tengo un hermano”; la mejor ofrenda a Ignacio Agramonte en “El Mayor” o a Abel Santamaría en “Canción del elegido”; el regalo por la felicidad cotidiana de la “Pequeña serenata diurna”; la constante anticipación a lo por hacer en “Cuando digo futuro” o “En el claro de la luna”; la “Canción urgente para Nicaragua” o para “Santiago de Chile”; la reafirmación de la identidad en “Soy como soy” o “Escaramujo”; la franqueza hasta la impudicia de “Playa Girón”; el ritmo que marca los estados de ánimo de “Días y flores” o “Al final de este viaje en la vida”; la mezcla ambigua de intimidad y obligaciones ciudadanas en “Te doy una canción”, “Por quien merece amor”, “Hoy mi deber”…; el himno necesario para movilizar el espíritu de “Vamos a andar”, o “Venga la esperanza”, o “Canción de Navidad”; la crítica oportuna de “Bolero y habaneras” o “Flores nocturnas”; la moraleja de “Fábula de los tres hermanos”, “La primera mentira”, “Llover sobre mojado”, “Causas y azares”, “Canto arena”, “Historia de las sillas”…; el estremecedor saldo ante la cercanía de la muerte de su “Testamento”; la profesión de fe de “El necio”; la insólita “Cita con ángeles”. Fui uno más entre los que gritaron o murmuraron estas canciones en circunstancias sociales, políticas, familiares, particulares, personales, íntimas...
Cuando comenzó el eufemísticamente llamado “Período Especial” aplaudí a Silvio cuando le oí “Yo no sé lo que es el destino: / caminando fui lo que fui. / Allá Dios que será divino: / yo me muero como viví”. Era lo que quienes manteníamos los principios humanistas aprendidos con la Revolución queríamos gritar ante convites y tentaciones: no teníamos remedio, no nos íbamos a “salvar”. En 1996 trabajaba en el Fondo Editorial Casa y otra vez el Chino Heras me relacionaba con Silvio, esta vez para contribuir a organizar Canciones del mar de la recién estrenada Ediciones Ojalá y que posteriormente se publicara por la Editorial José Martí en una amplia tirada a un modesto precio; a esta segunda edición le hice una breve presentación, pues ya tenía un documentado prólogo del propio Silvio que tituló “Al inicio de este viaje en la vida”. Mi trabajo me reencontró con los textos y la música de las canciones que compuso el trovador cuando se enroló en dos barcos: Playa Girón y Océano Pacífico, entre el 26 de septiembre de 1969 y el 28 de enero de 1970; fue como volver a vivir ciertos momentos, pues ya se sabe que la música es el vehículo más eficaz para transportarnos en el espacio-tiempo.
Hace apenas unos días fui convocado por el propio Silvio y su entusiasta equipo para participar en la “Gira por los barrios”, para anunciar y entregar algunas cajas de libros a las bibliotecas de los lugares donde cantaba; ejemplares donados por el Instituto Cubano del Libro, la Casa de las Américas, el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau y Ediciones Ojalá; textos de poesía, narrativa y ensayos sobre temas históricos, sociales, artísticos y literarios; literatura para niños y para todas las edades, libros para crecer. Fue una maravillosa oportunidad conocer de cerca la labor del trovador que reafirma su condición en un contacto con un público que no asiste habitualmente a sus conciertos en teatros: muchos nunca lo habían escuchado “en vivo”. Para mi admiración, niños y adolescentes, personas maduras y ancianas, hombres y mujeres, blancos y negros, profesionales y obreros, amas de casa y personajes típicos del barrio, cantaban la mayoría de las canciones. Los encuentros con los habitantes de los barrios Bello 26 en el municipio La Lisa y El Canal en el municipio El Cerro, me confirmaron que, independientemente de las modas y los juicios que se pueden conformar en una oficina o lejos de la sensibilidad y la inteligencia popular, las canciones que allí se tararearon están en el corazón de la gran mayoría de los cubanos. Otra vez yo estaba en el mismo bando de Silvio; menos flaco que cuando lo conocí ―como él―, y con menos pelo, pero igual de necio.
JUAN NICOLÁS PADRÓN
Octubre de 2011
Tengo una vaga imagen de aquel momento, pero recuerdo que se discutió mucho en la declaración final la palabra “personal” para calificar la obra del artista, en momentos en que se estaba experimentando con la escritura de obras “corales” ―en el Salón de Mayo se había realizado la novedad de un mural colectivo y algunos narradores ensayaban una novela entre varios autores, pero solo eran proyectos experimentales―; también se discutió mucho si se podía o no medir con exactitud el tiempo para la creación artística. Momentos antes habíamos celebrado una reunión aparte con un gordo funcionario que nos trataba de convencer a los más jóvenes del Pre de que en el comunismo la disciplina de los escritores sería tal que podríamos tener jornadas de ocho horas para escribir, hasta con el marcaje de un reloj como “obreros de la cultura”, cuestión que nos dividió. No puedo precisar bien las intervenciones, pero sé que yo apoyé sin reservas al Chino Heras, que exigía la inclusión de la llevada y traída palabra para proteger el derecho del autor y su tiempo para la creación; al escaso bando se sumó Silvio. Todos éramos muy flacos. Fue mi primer combate contra la bur(r)ocracia.
Había visto a Silvio en la televisión en el programa Mientras tanto y me había llamado mucho la atención la manera en que podían hacerse buenas “canciones modernas cubanas”, más allá de las baladillas intrascendentes de nuestro subdesarrollado pop, trasmitidas por la televisión como inofensivo sucedáneo de Los Beatles, Rolling Stones, Creedence Clearwater Revival, Bee Gees… ―imitados y versionados por el mexicano Roberto Jordán, el mejor oyente de la WKAM―, que solo se difundían discretamente por la radio en el programa Nocturno, más liberal, aunque los mezclara con las versiones al español que algunos ideólogos estimaban más adecuadas para que las nuevas generaciones no nos “contagiáramos” con el arrasador rock y demás vertientes de la música norteamericana o en inglés que nos llegaban por la onda corta, acompañadas por raros sonidos propios de la estática que aún extraño cuando escucho limpias grabaciones digitales de aquellas piezas. Huelga decir que los “pepillos” odiábamos las “gallegadas”, aceptadas por los “cheos”, y perseguíamos las versiones originales, parecía una aberración proponernos como mejor opción escuchar aquellas ridículas versiones de algunos buenos originales. Esa absurda política condujo a que muchos jóvenes rechazaran, en bloque, toda la música cubana, y hasta tradujeran al inglés canciones escritas originalmente en español, para hacerlas “potables”.
A mí me salvó de ese maniqueísmo mi padre, a quien lo dejaba un tanto perplejo mi preferencia por aquellos peludos angloparlantes, porque su mundo era el de Sindo, Corona y la trova tradicional, el danzón de Barbarito Diez, las canciones de Lecuona y Sánchez de Fuentes interpretadas por Esther Borja o María de los Ángeles Santana, y el son de Benny Moré, que, sin darme cuenta, habían entrenado mi oído para recibir a los también peludos neotrovadores. Algunas canciones de Silvio y de Pablo nos hicieron coincidir completamente por primera vez en los gustos musicales, y a través de esta coincidencia comprendí lo valioso de la música tradicional de mi país que me estaba perdiendo: fue una ganancia adicional de mi encuentro con las canciones de la nueva trova. Como me había inclinado por la lectura de la poesía, preferí a Silvio; me di cuenta, por ejemplo, de que los temas del hastío y la búsqueda surreal podían ser no solo poetizados, sino musicalizados: la canción “Y nada más” fue uno de mis modelos poéticos, con la ventaja de que era posible escucharlo con música, a diferencia de los viejos y hermosos madrigales y otras piezas de los cancioneros españoles. Intenté aprender guitarra, pero tenía (tengo) el oído cuadrado para la interpretación ―parece que siento tanto la música, que se me queda adentro―: me decidí por ser público. Continué siendo un fiel seguidor de Silvio y mi admiración crecía en la medida en que conocía el trasfondo de sus obras, su anecdotario, y hasta la mitología tejida a su alrededor, que le aportaban lecturas insospechadas a “Hay un grupo que dice” y al propio “Mientras tanto”, mis preferidas entre las primeras canciones que escuché del trovador de San Antonio de los Baños. Cuando me lo presentaron, ya era famosa la canción “La era está pariendo un corazón” y hacía unos días había discutido con un hispanófilo que todavía usaba traje y alegaba que la expresión “parir” era prosaica para usarla como título en una canción. Sin él saberlo, también ahí estuve al lado de Silvio, contra un bando y contra el otro: los años demostrarían que, al final, resultaba la misma pandilla.
Después de aquella fugaz presentación, no me encontré más con Silvio, salvo como anónimo público. Cuando en el Festival de la Canción de Varadero en 1970 interpretó “Resumen de noticias”, yo fui de los que aplaudió hasta el delirio bajo la mirada intranquila de los “…que ríen con solo media risa, / los delimitadores de las primaveras”; en un recital con varios trovadores en el teatro Amadeo Roldán, en el que cantó “Debo partirme en dos”, yo vi desde el primer balcón cómo se levantaron y se fueron los ocupantes de la primera fila de la platea, justamente mientras el trovador susurraba: “hace tiempo que vengo lidiando con gente / que dice que yo canto cosas indecentes…”; en el parque de Calzada, donde nos reunimos en una descarga gratuita un grupo de los asistentes a una presentación suya en el teatro Hubert de Blanck, luego de una de las habituales suspensiones del programa, me di cuenta de que mi monárquica y pavorosa tía política ―que había seguido mis pasos para ver “en qué andaba”―, corría espantada cuando tarareábamos “tú / tenías precio puesto desde ayer, / tú / valías cuatro cuños de la ley, / tú, / sentada sobre el miedo de correr...”, de “La familia, la propiedad privada y el amor”. Aquellas canciones molestaban mucho, a unos y a otros. No se entendieron o fueron objeto de las más peregrinas interpretaciones, en medio de las transformaciones culturales y sociales que se estaban operando en Cuba en la década del 60. Pugnaba por imponerse el valor artístico de la obra de los pioneros de la Nueva Trova en medio de una lucha tenaz y enconada: en una esquina, funcionarios que por ignorancia o por salvaguardar porciones de poder los querían fulminar, con la gozosa aprobación de ancianas conservadoras, como mi tía; en la otra esquina, los defensores de la rebeldía, de las ideas de emancipación social, de los revolucionarios “difíciles”, como Haydée Santamaría y Alfredo Guevara, unidos para salvar un arte que ellos intuían capaz de sobrepasar las contingencias de aquellos años.
Recuerdo la suspicacia que levantó “Ojalá”, una de las piezas más bellas del extenso repertorio de Silvio; ortodoxos de “aquí”, pobres de espíritu y carentes de imaginación para disfrutarla, hallaron sospechosos versos como “para no verte tanto, para no verte siempre” o “a tu viejo gobierno de difuntos y flores”; coincidían, por carambola, con quienes, desde “allá”, trataban de interpretar los versos del trovador de acuerdo con sus intereses y sus posiciones cavernarias. Después de 1973, a no pocos chilenos les pareció que se referían a Augusto Pinochet, y todavía hoy me han discutido vehementemente en Chile que se había compuesto con ese propósito, aún cuando sabemos que la canción, dedicada a Emilia, un amor de juventud, fue creada en 1969 a bordo de la nave Océano Pacífico, en medio del Atlántico. Todo depende de los contextos, pero muchas malas lecturas pueden ser contrarrevolucionarias, aunque estén llenas de buenas intenciones.
Las canciones de Silvio han sido eficaces recursos para enamorar a una mujer ―inteligente―, para consolar la desdicha de un amor frustrado o para explicarse mejor lo sucedido con la pasión o el afecto; al menos a mí me ayudaron a entender mejor circunstancias íntimas alrededor de un hecho amoroso: la discusión interminable de “Qué se puede hacer con el amor”; la duda que impone la exigencia de la modernidad “Aunque no esté de moda”; el hastío y la rasgadura de “Esta canción”; el “poco de muerte” que entraña amar, en “Esto no es una elegía”; la prolongación del festejo amoroso si se dice “Te amaré”; la decepción de ciertos momentos en que se presiente el final del erotismo en “Que ya viví, que te vas”; la necesidad de contar “Con diez años de menos”; el desamor que propone “Mi lecho está tendido”; la escapada irresistible “Camino a Camagüey”; el cansancio de una convivencia agotada en “Canción de invierno”; el terrible presagio del “Ángel para un final”; el dolor de la ausencia y la búsqueda de “Tu fantasma”; la firme decisión para declarar que “Yo te quiero libre”; la seguridad de sentirse seguro porque “Te conozco”; la inmortalidad de un “Óleo de mujer con sombrero”; el desgarramiento de la ruptura sublimado en la belleza del “Réquiem”…
Silvio ha sido un poeta de imágenes audaces de tono surrealista, insertado dentro de un imaginario popular que raras veces acepta este tipo de arte, pero el cubano de a pie es capaz de extraer de su obra expresiones sacadas de su contexto para aplicarlas a otros, en una especie de apoteosis del disparate. Cuando oí, en una calle de La Habana Vieja, a dos “tembas” decirle a una rumbosa mulata “mami, vas matando canallas”, me sentí como Charles Aznavour: no sabía si reír o llorar. Sin embargo, por encima de lecturas demasiado elementales, sus hallazgos poéticos, unidos a su música contagiosa o de gran lirismo que combina timbres, sonoridades y recursos de la modernidad con una raigal tradición cubana, han conformado obras de un gran poder sugestivo y arraigo popular, afianzadas al recuerdo y multiplicadoras de mensajes que se reinterpretan con el paso del tiempo, canciones que nunca van a ser viejas porque cada vez que se escuchan permiten una nueva exégesis. ¿Sabrá alguien quién será la “bruja amiga mía” de “Es sed”, o “El Rey de las flores”? ¿Tendrá sentido empeñarse en descifrar con precisión de laboratorio cada imagen de “Sueño con serpientes”, “En el claro de la luna”, “La maza”? ¿Resultaría útil o eficaz explicar versos como: “Un reloj se transforma en cangrejo / y la capa de un viejo / da con una tempestad de comején” o “Y yo me apego más al mar, / me hermano doble de los peces”? ¿Por qué Silvio pide un “Rabo de nube”, por qué se lamenta de la pérdida de su “Unicornio”? El arte no se explica, se siente; se resemantiza para volverlo a sentir de otra manera; si es buen arte, porta valores intrínsecos imperecederos, y ofrece nuevas lecturas en nuevos públicos.
Me sumé, como cualquier revolucionario cubano, a cantar las canciones de Silvio que han servido para reivindicar, con absoluta nitidez, la causa de los humildes, para exaltar la mística de los primeros años, para criticar el burocratismo y otras malas hierbas, para enaltecer la gloria de las pequeñas victorias cotidianas, para revelar los matices de la “especialidad” de los períodos… Su obra es una crónica personal y colectiva de cada etapa de la Revolución cubana para indagar en lo que (me) aconteció, lo que (nos) fue ocurriendo, lo que sucede ahora mismo, con la guía de la sinceridad para equivocarse y con la ventaja del talento para acertar: la mejor convivencia entre arte y política. Ante decisiones que muchos suponían ―o decían suponer― perfectas, no pocas veces estas canciones se pronunciaban y señalaban valientemente el error; en el momento de las fidelidades necesarias y las celebraciones honrosas, su arte se alzaba con luz propia: sin “pachanga” para olvidar, ni “panfleto” para alimentar la mala propaganda que ha crecido como el marabú.
Ahí están las composiciones de Silvio: las que no olvidan los niños como la “Balada de Elpidio Valdés”, “El reparador de sueños” o “Pioneros”; el homenaje al trabajo secreto de los hombres que garantizan la seguridad del proyecto revolucionario ―“El hombre de Maisinicú” o “El dulce abismo”―; el recuerdo para la “Madre” en los tiempos de la guerra de Vietnam; la cantata para la victoria en “Girón: preludio”; el saludo a la solidaridad en “Si tengo un hermano”; la mejor ofrenda a Ignacio Agramonte en “El Mayor” o a Abel Santamaría en “Canción del elegido”; el regalo por la felicidad cotidiana de la “Pequeña serenata diurna”; la constante anticipación a lo por hacer en “Cuando digo futuro” o “En el claro de la luna”; la “Canción urgente para Nicaragua” o para “Santiago de Chile”; la reafirmación de la identidad en “Soy como soy” o “Escaramujo”; la franqueza hasta la impudicia de “Playa Girón”; el ritmo que marca los estados de ánimo de “Días y flores” o “Al final de este viaje en la vida”; la mezcla ambigua de intimidad y obligaciones ciudadanas en “Te doy una canción”, “Por quien merece amor”, “Hoy mi deber”…; el himno necesario para movilizar el espíritu de “Vamos a andar”, o “Venga la esperanza”, o “Canción de Navidad”; la crítica oportuna de “Bolero y habaneras” o “Flores nocturnas”; la moraleja de “Fábula de los tres hermanos”, “La primera mentira”, “Llover sobre mojado”, “Causas y azares”, “Canto arena”, “Historia de las sillas”…; el estremecedor saldo ante la cercanía de la muerte de su “Testamento”; la profesión de fe de “El necio”; la insólita “Cita con ángeles”. Fui uno más entre los que gritaron o murmuraron estas canciones en circunstancias sociales, políticas, familiares, particulares, personales, íntimas...
Cuando comenzó el eufemísticamente llamado “Período Especial” aplaudí a Silvio cuando le oí “Yo no sé lo que es el destino: / caminando fui lo que fui. / Allá Dios que será divino: / yo me muero como viví”. Era lo que quienes manteníamos los principios humanistas aprendidos con la Revolución queríamos gritar ante convites y tentaciones: no teníamos remedio, no nos íbamos a “salvar”. En 1996 trabajaba en el Fondo Editorial Casa y otra vez el Chino Heras me relacionaba con Silvio, esta vez para contribuir a organizar Canciones del mar de la recién estrenada Ediciones Ojalá y que posteriormente se publicara por la Editorial José Martí en una amplia tirada a un modesto precio; a esta segunda edición le hice una breve presentación, pues ya tenía un documentado prólogo del propio Silvio que tituló “Al inicio de este viaje en la vida”. Mi trabajo me reencontró con los textos y la música de las canciones que compuso el trovador cuando se enroló en dos barcos: Playa Girón y Océano Pacífico, entre el 26 de septiembre de 1969 y el 28 de enero de 1970; fue como volver a vivir ciertos momentos, pues ya se sabe que la música es el vehículo más eficaz para transportarnos en el espacio-tiempo.
Hace apenas unos días fui convocado por el propio Silvio y su entusiasta equipo para participar en la “Gira por los barrios”, para anunciar y entregar algunas cajas de libros a las bibliotecas de los lugares donde cantaba; ejemplares donados por el Instituto Cubano del Libro, la Casa de las Américas, el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau y Ediciones Ojalá; textos de poesía, narrativa y ensayos sobre temas históricos, sociales, artísticos y literarios; literatura para niños y para todas las edades, libros para crecer. Fue una maravillosa oportunidad conocer de cerca la labor del trovador que reafirma su condición en un contacto con un público que no asiste habitualmente a sus conciertos en teatros: muchos nunca lo habían escuchado “en vivo”. Para mi admiración, niños y adolescentes, personas maduras y ancianas, hombres y mujeres, blancos y negros, profesionales y obreros, amas de casa y personajes típicos del barrio, cantaban la mayoría de las canciones. Los encuentros con los habitantes de los barrios Bello 26 en el municipio La Lisa y El Canal en el municipio El Cerro, me confirmaron que, independientemente de las modas y los juicios que se pueden conformar en una oficina o lejos de la sensibilidad y la inteligencia popular, las canciones que allí se tararearon están en el corazón de la gran mayoría de los cubanos. Otra vez yo estaba en el mismo bando de Silvio; menos flaco que cuando lo conocí ―como él―, y con menos pelo, pero igual de necio.
JUAN NICOLÁS PADRÓN
Octubre de 2011