El trovador de la revolución y la ternura


6 de Noviembre del 2025

Por: Anna Margoliner
Fuente: Voz Digital
Fotos: Kaloian Santos Cabrera


Sigue siendo un misterio cómo las palabras que son utilizadas en la cotidianidad de la vida, pueden convertirse en poesía y la poesía en música infaltable para construir utopías, enlazando generaciones, lugares y sueños. Sin embargo, sigue siendo indispensable la mística que personas como Silvio Rodríguez transmiten y personifican para miles de almas que buscan un lugar de encuentro para construir un mundo mejor.

La Arena Cañaveralejo de Cali fue testigo del cierre de su gira por Latinoamérica después de varios años en que sus presentaciones eran esporádicas y solo pisaban algunos países. Esa noche el silencio, las lágrimas y la emoción se mezclaron como si el tiempo se detuviera para rendirle homenaje a la utopía.

El hombre y la leyenda

Hablar de Silvio Rodríguez es hablar de una voz que atraviesa fronteras y décadas. Desde los años sesenta, cuando comenzó a cantar con una guitarra prestada en los estudios de la televisión cubana, su nombre se volvió sinónimo de una generación que creyó posible transformar el mundo con poesía y convicción. Junto a Pablo Milanés y Noel Nicola, fundó la Nueva Trova Cubana, un movimiento musical profundamente ligado a los ideales de la Revolución, un lenguaje de sensibilidad, resistencia y ternura.

Silvio nunca fue un cantante complaciente. Su obra no encaja en los moldes del entretenimiento, sino en los pliegues de la duda, el compromiso y la búsqueda constante. Canciones como OjaláLa era está pariendo un corazón o El necio no solo marcaron a quienes vivieron los años más intensos del proceso cubano, sino también a quienes encontraron en sus versos una manera de nombrar la utopía, el amor o la rebeldía personal. En cada presentación, Silvio carga con ese camino: es la voz vigente de un presente que aún se pregunta por la justicia.

A sus casi ochenta años, su figura conserva una mezcla de serenidad y lucidez. No necesita gritar para ser escuchado; basta el primer acorde para que miles de personas guarden silencio. Silvio es un mito que camina despacio, que canta sin artificios, y que logra que sus palabras —esas que alguna vez se cantaron en las calles, en los exilios y en las revoluciones— sigan encontrando eco en quienes nacieron mucho después. En su mirada se percibe la nostalgia del que ha visto demasiado, pero también la fidelidad del que nunca se ha traicionado.

 

Entre la utopía y la memoria

En los años setenta, sus letras eran la banda sonora de un continente que buscaba emanciparse: obreros, estudiantes, campesinos, mujeres, soñadores de toda América Latina encontraron en su música una promesa de justicia y dignidad. Escucharlo hoy, en un escenario colmado por generaciones que no vivieron aquellos años, es saber que los sueños de revolución y rebeldía continúan vigentes.

Mientras cantaba, por ejemplo, Pequeña serenata diurna, se podía sentir cómo esas melodías tejían un puente entre el pasado y el presente. En cada verso parecía resonar la pregunta de siempre: ¿qué queda de aquel sueño? La gente cantaba, algunos con lágrimas, otros con sonrisas, todos sabiendo que lo que se celebra no es solo a un artista, sino una manera de entender la esperanza. Silvio no ofrece respuestas; sus canciones, como espejos, devuelven reflejos distintos según quién las escuche.

La voz del tiempo

Cuando Silvio subió al escenario, el público se levantó como si estuviera saludando a un viejo amigo. No había estridencia ni artificio, solo una figura sencilla, una guitarra y una voz que el tiempo ha vuelto más grave, más lenta, pero también más sabia. Su presencia imponía respeto, no por la fama, sino por la serenidad de quien ha vivido fiel a su camino. Cada palabra suya —cantada o hablada— parecía cargada de historia.

Verlo cantar en esta etapa de su vida fue como mirar el tiempo materializado. En sus manos, la guitarra no busca solo el virtuosismo, sino verdad. Entre canción y canción, el público coreaba, se abrazaba, agradecía. Y en ese intercambio silencioso entre artista y audiencia había algo profundamente humano: la certeza de haber compartido un mismo viaje, aunque desde lugares distintos.

Silvio no canta solo para los que fueron jóvenes en los setenta; canta también para quienes hoy buscan sentido entre el caos. Su voz, es símbolo de continuidad: demuestra que hay ideales que pueden envejecer sin volverse obsoletos. Escucharlo es entender que la música —cuando nace del compromiso y la ternura— tiene la capacidad de vencer al tiempo.

Un cierre con conciencia

Aún faltaban unas cuantas canciones por ser entonadas, cuando Silvio leyó el poema. El silencio fue absoluto, solo alterado por un grito de Palestina Libre. “No te me adelantes” respondió el trovador y procedió a pronunciar el poema Halt! de Luis Rogelio Rodríguez Nogueras. En sus palabras resonó una memoria que no admite neutralidad: la del pueblo judío que conoció el horror y, paradójicamente, la del pueblo palestino que hoy lo padece:

“pienso en ustedes, judíos de Jerusalem y Jericó,
pienso en ustedes, hombres de la tierra de Sión,
que estupefactos, desnudos, ateridos
cantaron la hatikvah en las cámaras de gas;
pienso en ustedes y en vuestro largo y doloroso
camino desde las colinas de Judea
hasta los campos de concentración del III Reich.
Pienso en ustedes y no acierto a comprender cómo olvidaron tan pronto el vaho del infierno.”

Tras la última palabra del poema, el silencio se transformó en aplausos y lágrimas que nacían del reconocimiento: entender que en medio del arte y la belleza también hay lugar para la denuncia, para el dolor y la memoria. Silvio volvió a la guitarra, como quien retorna al refugio que conoce, y el público lo siguió con la devoción de quien ha sido testigo de algo que va más allá de la música.

Esa noche en Cali, su voz no solo evocó los sueños de otros tiempos, sino que volvió a recordar que la poesía puede ser una forma de resistencia. En tiempos donde la barbarie parece repetirse bajo nuevos nombres, Silvio insistió en lo esencial: que la utopía sigue viva mientras haya alguien dispuesto a cantar contra la injusticia. Y quizás por eso, al salir de la Arena, todos llevaban algo más que nostalgia: la certeza de que todavía hay canciones capaces de mirarnos de frente y recordarnos qué significa ser humanos.

 

Fuente: Voz Digital
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