Por: Eduardo Heras León
de Agosto del 1996
de Agosto del 1996
Silvio:
Yo sé que esta tarde debo presentar tu libro y todos esperan que cumpla mi tarea con precisión y eficacia como corresponde a cualquier editor que se respete. Sé también que la brevedad es una virtud altamente valorada por un público que como el de hoy espera con ansiedad el momento de la posesión del libro: no la simple compra, sino ese acto casi mágico, inefable, de tocar, leer, acariciar, escuchar, asimilar, soñar, en una palabra, poseer el libro.
Pero sucede que en este caso, no estoy aquí como editor, aunque algún granito deposité para que se hiciera realidad la hermosa idea de publicar estas canciones. Tampoco estoy aquí para hacer el elogio de un artista universal que no los necesita; o para analizar –desplegando un buen instrumental crítico- los extraordinarios valores poético-musicales de estas composiciones. No. Sencillamente estoy aquí, por la más poderosa de las razones del mundo: porque soy tu amigo, y porque estas más que breves frases quieren ser, son, un testimonio de esa amistad de casi 30 años, hecha más bien de silencios que de palabras.
De ti, de tu obra musical se han dicho, escrito y publicado tantas cosas, que resulta prácticamente imposible aportar algo nuevo. Sin embargo, en estos días en que he intentado un recuento de algunos momentos comunes e importantes de nuestras vidas, para descubrir algún detalle revelador, algún rincón escondido en la habitación de la memoria, que pudiera compartir aquí con todos los que te admiran y quieren y que a la vez pudiera esclarecer aún más el fenómeno de tu permanencia artística en la sensibilidad de la gente, pude rescatar una imagen, un diálogo, un recuerdo:
Yo caminaba bordeando el muro de la Universidad por la calle Ronda, una tarde de 1969. Casi llegando al Stadium Universitario, te vi sentado, bajo la sombra de un árbol, rostro demacrado, expresión meditativa, cargada de angustia. Allí, en voz baja, conversamos largamente, compartiendo desgarramientos, penas, algunos rencores: alguien, no recuerdo quién, te había dicho que estabas muy regado, no te querías pelar, no querías cantar cuando te lo pedían; de mi primer libro, La guerra tuvo seis nombres, ya se estaban diciendo horrores ideológicos. Nunca estuvimos más cerca que aquella vez. Ese día me dijiste: “Voy a montarme en un barco pesquero a dar la vuelta al mundo.”
Casi 30 años después, la imagen, el recuerdo se me presentan con un nuevo significado: por aquellos días, todos te invitaban a cantar, te anunciaban en los lugares más inverosímiles, todos se sentían con el derecho de exigir tu presencia, tu voz y tus canciones. Una vez alguien que te había anunciado sin tú saberlo, fue a quejarse a la inolvidable Haydée Santamaría y ella lo despachó sin misericordia después de decirle cuatro verdades. En el fondo, ahora lo veo claramente, se estaba produciendo un extraño fenómeno en la juventud de aquellos años: de repente, tú nos pertenecías; tú habías surgido directamente de nosotros; eras uno de nosotros y cantabas todo lo que teníamos dentro y no podíamos expresar; todos teníamos derechos sobre ti. No te veíamos como un artista con el necesario e inevitable distanciamiento, sino como un demiurgo que recogía de cada uno de nosotros las más hondas intimidades y las echaba a andar por los caminos del mundo. Eras nuestro. Por eso en cada recital tuyo, todos te escuchábamos con un fervor casi religioso. Eso volví a sentirlo en Montevideo en 1987, en el Stadium Nacional, cuando aquella multitud casi desenfrenada por el entusiasmo de tus canciones, a los acordes del Unicornio hizo el silencio más estremecedor que yo recuerde. Ese fenómeno de posesión de un artista por su público, que genera con la misma pasión, amor, odio, rencor, ternura, no creo que haya vuelto a producirse en la historia del arte cubano.
El viaje que me anunciaste se hizo realidad en septiembre de 1969 en los barcos “Playa Girón” y “Océano Pacífico”. Apenas a unos días de tu regreso, en casa de Germán Piniella, escuchamos las primeras canciones. Me pasaste un cuaderno mecanuscrito y yo fui repasando ávidamente las letras, mientras todos, Piniella, Wichy, Guillermo, Raúl, Daisy, te ametrallábamos a preguntas por el viaje. Recuerdo que te pedí me cantaras Historia de las sillas, porque me impresionó la hermosísima segunda estrofa que no me resisto a repetir aquí:
En la punta del amor viaja el amigo,
en la punta más aguda que hay que ver.
Esa punta que lo mismo cava en tierra,
que en las ruinas, que en un rastro de mujer.
Es por eso que es soldado y es amante,
es por eso que es madera y es metal.
Es por eso que lo mismo siembra rosas,
que razones de banderas y arsenal.”
Y allí, aquella noche, tuvimos el privilegio inolvidable de escuchar por primera vez ese clásico de la canción universal que es Ojalá, y también El rey de las flores yJerusalén, año cero, y las dos canciones que fueron himnos para nuestra generación: Resumen de noticias y Playa Girón. Alguien ha dicho que posiblemente este período haya marcado tu absoluta madurez como compositor, y creo que tiene razón. De todas formas, prefiero decirlo, con las palabras con que Luis Rogelio Nogueras, nuestro amado Wichy, parafraseando la famosa frase de Engels, se despidió de mí aquella noche memorable: “Olvídate, Chino, el Flaco es el genio; los otros, a lo sumo, hombres de talento.”
No voy a seguir agobiándolos con estas anécdotas que tienen quizás sólo para mí, un significado esencial. Lo importante es que casi 30 años después de aquella ya mítica primera audición en el Palacio de Bellas Artes, con Teresita Fernández y los caimaneros de la primera época, tengo la enorme satisfacción de presentar este libro, Canciones del mar con las 62 canciones que Silvio compuso durante su viaje, y con el atractivo adicional de la presencia de 13 partituras originales, fotos de la época, y la hermosa cubierta del propio Silvio.
Convoco aquí a los fantasmas de Wichy Nogueras y Roque Dalton, para cuando se termine esta presentación nos vayamos a tomar unas cervezas con Silvio. El Flaco cantará unas canciones y Roque recitará riendo a carcajadas sus terribles coplas, mientras Wichy nos leerá el último epitafio. Después yo pediré la palabra y les leeré esto que me dijo Silvio una vez, para terminar el encuentro y esta presentación: “Nunca se dice lo bastante, o por lo menos siempre tengo esa impresión. La vida siempre pide más, uno mismo siempre pide más (...) El ser humano es inconforme por naturaleza y los que como yo han hecho de la inconformidad casi un instrumento laboral, nos volvemos más locos todavía... Siempre estoy pensando en cómo decir lo que se debe decir, siempre ando buscando fisuras en el muro del silencio para meterle cuñas, empujar y hacer canciones que siempre espero sean las mejores.”
Muchas gracias.
Palabras de Eduardo Heras en la presentación del libro Canciones del mar, en Casa de las Américas.
Yo sé que esta tarde debo presentar tu libro y todos esperan que cumpla mi tarea con precisión y eficacia como corresponde a cualquier editor que se respete. Sé también que la brevedad es una virtud altamente valorada por un público que como el de hoy espera con ansiedad el momento de la posesión del libro: no la simple compra, sino ese acto casi mágico, inefable, de tocar, leer, acariciar, escuchar, asimilar, soñar, en una palabra, poseer el libro.
Pero sucede que en este caso, no estoy aquí como editor, aunque algún granito deposité para que se hiciera realidad la hermosa idea de publicar estas canciones. Tampoco estoy aquí para hacer el elogio de un artista universal que no los necesita; o para analizar –desplegando un buen instrumental crítico- los extraordinarios valores poético-musicales de estas composiciones. No. Sencillamente estoy aquí, por la más poderosa de las razones del mundo: porque soy tu amigo, y porque estas más que breves frases quieren ser, son, un testimonio de esa amistad de casi 30 años, hecha más bien de silencios que de palabras.
De ti, de tu obra musical se han dicho, escrito y publicado tantas cosas, que resulta prácticamente imposible aportar algo nuevo. Sin embargo, en estos días en que he intentado un recuento de algunos momentos comunes e importantes de nuestras vidas, para descubrir algún detalle revelador, algún rincón escondido en la habitación de la memoria, que pudiera compartir aquí con todos los que te admiran y quieren y que a la vez pudiera esclarecer aún más el fenómeno de tu permanencia artística en la sensibilidad de la gente, pude rescatar una imagen, un diálogo, un recuerdo:
Yo caminaba bordeando el muro de la Universidad por la calle Ronda, una tarde de 1969. Casi llegando al Stadium Universitario, te vi sentado, bajo la sombra de un árbol, rostro demacrado, expresión meditativa, cargada de angustia. Allí, en voz baja, conversamos largamente, compartiendo desgarramientos, penas, algunos rencores: alguien, no recuerdo quién, te había dicho que estabas muy regado, no te querías pelar, no querías cantar cuando te lo pedían; de mi primer libro, La guerra tuvo seis nombres, ya se estaban diciendo horrores ideológicos. Nunca estuvimos más cerca que aquella vez. Ese día me dijiste: “Voy a montarme en un barco pesquero a dar la vuelta al mundo.”
Casi 30 años después, la imagen, el recuerdo se me presentan con un nuevo significado: por aquellos días, todos te invitaban a cantar, te anunciaban en los lugares más inverosímiles, todos se sentían con el derecho de exigir tu presencia, tu voz y tus canciones. Una vez alguien que te había anunciado sin tú saberlo, fue a quejarse a la inolvidable Haydée Santamaría y ella lo despachó sin misericordia después de decirle cuatro verdades. En el fondo, ahora lo veo claramente, se estaba produciendo un extraño fenómeno en la juventud de aquellos años: de repente, tú nos pertenecías; tú habías surgido directamente de nosotros; eras uno de nosotros y cantabas todo lo que teníamos dentro y no podíamos expresar; todos teníamos derechos sobre ti. No te veíamos como un artista con el necesario e inevitable distanciamiento, sino como un demiurgo que recogía de cada uno de nosotros las más hondas intimidades y las echaba a andar por los caminos del mundo. Eras nuestro. Por eso en cada recital tuyo, todos te escuchábamos con un fervor casi religioso. Eso volví a sentirlo en Montevideo en 1987, en el Stadium Nacional, cuando aquella multitud casi desenfrenada por el entusiasmo de tus canciones, a los acordes del Unicornio hizo el silencio más estremecedor que yo recuerde. Ese fenómeno de posesión de un artista por su público, que genera con la misma pasión, amor, odio, rencor, ternura, no creo que haya vuelto a producirse en la historia del arte cubano.
El viaje que me anunciaste se hizo realidad en septiembre de 1969 en los barcos “Playa Girón” y “Océano Pacífico”. Apenas a unos días de tu regreso, en casa de Germán Piniella, escuchamos las primeras canciones. Me pasaste un cuaderno mecanuscrito y yo fui repasando ávidamente las letras, mientras todos, Piniella, Wichy, Guillermo, Raúl, Daisy, te ametrallábamos a preguntas por el viaje. Recuerdo que te pedí me cantaras Historia de las sillas, porque me impresionó la hermosísima segunda estrofa que no me resisto a repetir aquí:
En la punta del amor viaja el amigo,
en la punta más aguda que hay que ver.
Esa punta que lo mismo cava en tierra,
que en las ruinas, que en un rastro de mujer.
Es por eso que es soldado y es amante,
es por eso que es madera y es metal.
Es por eso que lo mismo siembra rosas,
que razones de banderas y arsenal.”
Y allí, aquella noche, tuvimos el privilegio inolvidable de escuchar por primera vez ese clásico de la canción universal que es Ojalá, y también El rey de las flores yJerusalén, año cero, y las dos canciones que fueron himnos para nuestra generación: Resumen de noticias y Playa Girón. Alguien ha dicho que posiblemente este período haya marcado tu absoluta madurez como compositor, y creo que tiene razón. De todas formas, prefiero decirlo, con las palabras con que Luis Rogelio Nogueras, nuestro amado Wichy, parafraseando la famosa frase de Engels, se despidió de mí aquella noche memorable: “Olvídate, Chino, el Flaco es el genio; los otros, a lo sumo, hombres de talento.”
No voy a seguir agobiándolos con estas anécdotas que tienen quizás sólo para mí, un significado esencial. Lo importante es que casi 30 años después de aquella ya mítica primera audición en el Palacio de Bellas Artes, con Teresita Fernández y los caimaneros de la primera época, tengo la enorme satisfacción de presentar este libro, Canciones del mar con las 62 canciones que Silvio compuso durante su viaje, y con el atractivo adicional de la presencia de 13 partituras originales, fotos de la época, y la hermosa cubierta del propio Silvio.
Convoco aquí a los fantasmas de Wichy Nogueras y Roque Dalton, para cuando se termine esta presentación nos vayamos a tomar unas cervezas con Silvio. El Flaco cantará unas canciones y Roque recitará riendo a carcajadas sus terribles coplas, mientras Wichy nos leerá el último epitafio. Después yo pediré la palabra y les leeré esto que me dijo Silvio una vez, para terminar el encuentro y esta presentación: “Nunca se dice lo bastante, o por lo menos siempre tengo esa impresión. La vida siempre pide más, uno mismo siempre pide más (...) El ser humano es inconforme por naturaleza y los que como yo han hecho de la inconformidad casi un instrumento laboral, nos volvemos más locos todavía... Siempre estoy pensando en cómo decir lo que se debe decir, siempre ando buscando fisuras en el muro del silencio para meterle cuñas, empujar y hacer canciones que siempre espero sean las mejores.”
Muchas gracias.
Palabras de Eduardo Heras en la presentación del libro Canciones del mar, en Casa de las Américas.