Silvio Rodríguez y Pablo Milanés


Por: Ricardo Ramos Tremolada, para el Suplemento cultural Hipocampo, Perú.
de del 1986


Felizmente Silvio Rodríguez y Pablo Milanés llagaron a este país casi clandestinamente, como suelen llegar todas las cosas prohibidas.

Felizmente también, éramos adolescentes comunes y corrientes; teníamos lecturas anarquistas por las venas (no tan comunes y corrientes) que nos permitían caminar contra la corriente y pasarnos los casetes de mano en mano, y escuchar a Silvio y Pablo casi a escondidas, como quien fuma sus primeras raciones de tabaco (también).

Ellos llegaron para hablarnos de la soledad, de la historia, del amor y de los años que pasaban, para decirnos que un “culto pleno a la verdad vale mil años más que claudicar”.

Llegaron para hablarnos de cosas imposibles, porque ciertamente de lo posible ya se sabe demasiado.

Al principio, en casa solían preguntar lo que supongo en muchas casas preguntaban con la misma mezcla de irreverencia y sarcasmo: ¿Qué es eso?

Como se comprenderá, todo intento de explicación era totalmente vano.

Y supongo que no con poca razón, pues los acordes eran realmente raros y las letras muchísimo más. Y en un tiempo en que la canción en algunos sitios era (y es) solamente un ingrediente más de la rutina, aspirar a que un común mortal entendiera el contenido poético, era sin duda demasiado.

De ahí para adelante, Silvio y Pablo, sin proponérselo y sin aparato publicitario de por medio, se convirtieron en cómplices de nuestras pírricas victorias poéticas (y también de las otras).

Tararear sus canciones en plena clase o rumbo a cualquier parte era cosa habitual.

Ir paulatinamente logrando que éstas se conocieran aquí y allá fue tan característico, que Ojalá, Rabo de Nube o Para vivir fueron desde entonces parte insustituible de todas las mareas del amor por las cuales hemos venido naufragando con más pena que gloria.

Es pues con nostalgia que me atrevo a escribir esta nota.

Ahora que Silvio y Pablo ya no son tan clandestinos. Ahora que parece que ya no somos los únicos dueños de sus canciones.

Debo reconocer, sin embargo, que la mejor manera de reflexionar sobre ellos es escuchando sus propias canciones y hundiéndose en todos los laberintos de su poesía.

O también revisando una y otra vez sus palabras, no por andar con el estribillo a cuestas maniáticamente, sino para acercarnos un poco a nosotros mismos, para abrir nuestros ojos a la realidad sin inútiles panfletos ni aburrida demagogia política.

Es que es cierto que tenemos una deuda con lo nuevo, con la verdad, con la aventura y el placer, y por eso somos proclives a la poesía.

Una pregunta que puede servir de punto de partida (a medio camino) para estos apuntes, es indagar qué es lo que distingue a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés dentro de la llamada nueva canción.

Más allá de concepciones ideológicas, que en gran parte, sin duda, influyen para optar por este tipo de canciones, creo que el fenómeno es algo más complejo (o quizá, menos).

Frustraciones sociales y cruentas dictaduras caracterizan a la década del setenta en América Latina.

El rock –norteamericano y británico básicamente– tiende a perder vigencia en nuestro medio, no sólo por la desintegración de los Beatles, sino porque las diversas coyunturas políticas provocaron otro tipo de manifestaciones musicales, por ejemplo la revaloración del folclor de los distintos países latinoamericanos.

Pero este no es un proceso corto.

Poco a poco, el artista se va convirtiendo –sin proponérselo previamente– en fiel reflejo de una sociedad que buscaba el cambio de los diferentes niveles.

En el caso de la nueva canción, aquellos que retornan a los temas cotidianos y simples, a la soledad o a la pareja, mayormente los asumen con todas sus naturales contradicciones, llegando a lo propiamente político sin necesidad de forzar el lenguaje.

Y eso es lo que distingue a Silvio y Pablo, dado que en sus canciones, si nos lo proponemos, siempre encontraremos intencionalidad política (nadie puede obviar la realidad en la que vive), pero la encontraremos simbólicamente y ello le concede ese requisito tan elemental de todo arte: la belleza simple de un trazo.

Silvio y Pablo logran este objetivo. Por ellos uno se puede convencer de que entre la música y la poesía no hay más que letras y formas de distancia, nada más.

En Silvio Rodríguez, si bien no hay etapas estructuralmente definidas (felizmente) sí existen características muy marcadas. La infancia, el sueño, la mujer y la canción son, más que motivos, los elementos que conforman su mundo poético.

En el caso de Pablo Milanés –quien tiene una asombrosa capacidad para introducirse en los más variados ritmos– hay cierta predisposición a reflexionar sobre el tiempo, la historia y casi siempre la relación de pareja.

En los años en que nos comenzaron a llegar los casetes de ellos –y creo que hasta ahora– se solían buscar siempre las diferencias entre los dos. Pero si algunos apostaban más a Silvio y otros más a Pablo, eso finalmente carecía de importancia, puesto que ambos tenían formas diversas de expresarse, pero en el fondo nos comunicaban y nos hacían partícipes de similares experiencias.

Y lo hicieron tan bien que –como en el cine y la literatura– uno terminaba identificándose plenamente y hasta se tomaba la libertad de hurtar una canción para introducirla dentro de las innumerables estrategias sentimentales (por no decir políticas).

Todos los demás entretelones son simplemente anécdotas. Todo lo demás es simple juego de palabras.

Lo cierto es que Silvio nos hizo ver, entre muchas cosas, que le debemos una canción a lo imposible, a la mujer, a la estrella, al sueño que nos lanza, que le debemos una canción indescriptible, como una vela inflamada en vientos de esperanza.

Y Pablo nos recordó, una y otra vez, algo que ahora lo podemos aplicar a ellos mismos: aquello que brilla con luz propia nadie lo puede apagar pues su brillo puede alcanzar la oscuridad de otras costas.