Por: Mariana Rambaldi
de del 2011
de del 2011
Un disco de Silvio no solo se escucha. Un disco de Silvio duele, conmueve, enamora, enoja. Una canción detrás de la otra, que caen con peso propio. Canciones que vuelan etéreas, como si estuvieran hechas de materia imperceptible. Algo más que papel y acordes. Canciones dulces, con sabor y olor propio. Ácidas. Tan ácidas que hacen entrecerrar los ojos. Y otras canciones que, palpables, serían duras y frías como mármol. Así, Silvio hace sus canciones, entre los fusiles y el corazón, entre el amor, sujetos de fábula y una revolución. Entre historias propias y ajenas. Entre héroes y amantes.
Pocos cantautores pudieron hacer que la mezcla entre política y poesía sea tan agraciada, tan en justa medida, como para que un disco no sea un estandarte, pero que tampoco resulte tibio.
La poesía de Silvio es cristalina. La música franca. Su guitarra, la cadencia de su acento inexcusablemente (y deliciosamente) cubano. Las palabras son diáfanas y dentro de los límites impuestos por la métrica de una canción, orientan al oyente y deja un rastro, como un mapa, que explica cómo se concibieron los versos. No tiene secretos. “¿Adónde va el mantel de la mesa, el café de ayer? ¿Adónde van los pequeños terribles encantos que tiene el hogar? ¿Acaso nunca vuelven a ser algo?”, se pregunta Silvio. Pero no peca de escueto: la simplicidad y la transparencia no son insipidez.
Las canciones de Silvio se degustan. No solo se escuchan. Tienen un peso, son sustancia. Tienen la facultad de apresurar los latidos, porque pueden cristalizar una frase que nadie, tras tiempo de elucubrar, pudo expresar con tanto primor.
El vínculo entre la música y la política se puede adivinar desde hace mucho y la conocida frase del cineasta Woody Allen “cuando oigo a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia”, en referencia a los gustos musicales de Adolf Hitler, lo ilustra de manera cómica.Pero distinto es hacer poesía. Distinto es para un poeta hablar de amor a la Revolución en la estrechez de las estrofas. Con versos que enamoran.
Las canciones de Silvio han acompañado a casi todos los movimientos estudiantiles y políticos de América Latina, pero también a los enamorados. A los despechados. A los tristes. A los furiosos. Y colman de trova y viento de Cuba cualquier auditorio pleno a golpe de poesía y sencillez.
Pocos cantautores pudieron hacer que la mezcla entre política y poesía sea tan agraciada, tan en justa medida, como para que un disco no sea un estandarte, pero que tampoco resulte tibio.
La poesía de Silvio es cristalina. La música franca. Su guitarra, la cadencia de su acento inexcusablemente (y deliciosamente) cubano. Las palabras son diáfanas y dentro de los límites impuestos por la métrica de una canción, orientan al oyente y deja un rastro, como un mapa, que explica cómo se concibieron los versos. No tiene secretos. “¿Adónde va el mantel de la mesa, el café de ayer? ¿Adónde van los pequeños terribles encantos que tiene el hogar? ¿Acaso nunca vuelven a ser algo?”, se pregunta Silvio. Pero no peca de escueto: la simplicidad y la transparencia no son insipidez.
Las canciones de Silvio se degustan. No solo se escuchan. Tienen un peso, son sustancia. Tienen la facultad de apresurar los latidos, porque pueden cristalizar una frase que nadie, tras tiempo de elucubrar, pudo expresar con tanto primor.
El vínculo entre la música y la política se puede adivinar desde hace mucho y la conocida frase del cineasta Woody Allen “cuando oigo a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia”, en referencia a los gustos musicales de Adolf Hitler, lo ilustra de manera cómica.Pero distinto es hacer poesía. Distinto es para un poeta hablar de amor a la Revolución en la estrechez de las estrofas. Con versos que enamoran.
Las canciones de Silvio han acompañado a casi todos los movimientos estudiantiles y políticos de América Latina, pero también a los enamorados. A los despechados. A los tristes. A los furiosos. Y colman de trova y viento de Cuba cualquier auditorio pleno a golpe de poesía y sencillez.