Abro los ojos y estoy sobre una sábana muy blanca. A un lado tengo un escaparate de tres puertas y al otro un tocador de media luna, donde me veo boca arriba. Estoy con la cabeza hacia los pies y observo que tras el lecho hay una ventana. Entonces me incorporo y con pasos temblones voy hasta el respaldo, donde intento subirme; caigo y ruedo varias veces, hasta que lo consigo. Desde esa altura mis manos siguen subiendo por la pared, hasta el marco. Me afianzo y tenso los brazos, pero no pasa nada. Hago un segundo esfuerzo y mis ojos se van elevando hasta ver más allá de la abertura. Lo que se ve no tiene nombre, así que no pienso en árbol sino en un revoltijo que me asusta.
Tan pronto vuelvo a la cama mi madre abre la puerta y entra desde la intensa luz de afuera. Trae un plato con un huevo frito y un plátano maduro. Hunde lascas del plátano en la yema y me las brinda como almuerzo. Me fijo en sus uñas rojas, como la boca. Noto que el creyón transgrede el borde de sus labios, describiendo dos arcos perfectos que en realidad no existen. La primera clase de ficción de mi vida me la enseña una insatisfacción de mi madre, que hubiera querido tener la boca más carnosa. Es una joven delgada, de unos 20 años, con una saya circular muy ancha. Pero yo no la veo ni joven ni vieja y mucho menos defectuosa: es mi adorable mamá que me da de comer.
Mientras trago, recuerdo el sueño que estrené, sin saber que me perseguirá durante parte de mi vida, sin sospechar que es mi primera fantasía recurrente: un mundo donde no existen casas ni calles ni árboles ni nada. Sólo gente, mucha gente apretada junto a la otra, con los brazos en alto, pasándome de mano en mano hacia el mismo paisaje infinito. Un sueño en el que se respira deuda saldada, como cuando un buen día nos liquidan todo, absolutamente todo lo que nos deben, y suspiramos diciendo: al fin.
Nadie pregunte cómo es que tan temprano podía soñar que el mundo me debía alguna cosa. Para mí es un misterio.
No supe que eran mis primeros recuerdos hasta que un día se los conté a mi madre. Me dijo que eran de cuando vivíamos en La Calle Ancha de San Antonio, cuando se había separado de mi padre por primera vez y el marido de su hermana Quira, propietario del solar, le había alquilado aquel cuartico. Yo no llegaba al año.
Décadas después, seguido por la cámara de Guillermo Granillo, caminé por la destartalada galería que daba acceso a aquella habitación de mi infancia, mientras Arturo Ripstein dirigía la escena en la que yo debía llegar a la misma puerta por la que mi madre había entrado a alimentarme, aquella remota mañana en que el sol iluminaba sus espaldas.
Arturo, que no sabía lo que acabo de contar, me había dicho que cuando llegara al cuarto pasara la mano por la puerta, como rememorando. Él nunca supo que aquel primer recuerdo vivía agazapado en la vieja madera y que entró por mis dedos como un torrente de visiones.
Hoy volvió a aparecer, muy preciso, en esta mañana del futuro en que por fin me he sentado a escribirlo.
Publicado en el blog Segunda Cita el 24 de mayo de 2012.
Tan pronto vuelvo a la cama mi madre abre la puerta y entra desde la intensa luz de afuera. Trae un plato con un huevo frito y un plátano maduro. Hunde lascas del plátano en la yema y me las brinda como almuerzo. Me fijo en sus uñas rojas, como la boca. Noto que el creyón transgrede el borde de sus labios, describiendo dos arcos perfectos que en realidad no existen. La primera clase de ficción de mi vida me la enseña una insatisfacción de mi madre, que hubiera querido tener la boca más carnosa. Es una joven delgada, de unos 20 años, con una saya circular muy ancha. Pero yo no la veo ni joven ni vieja y mucho menos defectuosa: es mi adorable mamá que me da de comer.
Mientras trago, recuerdo el sueño que estrené, sin saber que me perseguirá durante parte de mi vida, sin sospechar que es mi primera fantasía recurrente: un mundo donde no existen casas ni calles ni árboles ni nada. Sólo gente, mucha gente apretada junto a la otra, con los brazos en alto, pasándome de mano en mano hacia el mismo paisaje infinito. Un sueño en el que se respira deuda saldada, como cuando un buen día nos liquidan todo, absolutamente todo lo que nos deben, y suspiramos diciendo: al fin.
Nadie pregunte cómo es que tan temprano podía soñar que el mundo me debía alguna cosa. Para mí es un misterio.
No supe que eran mis primeros recuerdos hasta que un día se los conté a mi madre. Me dijo que eran de cuando vivíamos en La Calle Ancha de San Antonio, cuando se había separado de mi padre por primera vez y el marido de su hermana Quira, propietario del solar, le había alquilado aquel cuartico. Yo no llegaba al año.
Décadas después, seguido por la cámara de Guillermo Granillo, caminé por la destartalada galería que daba acceso a aquella habitación de mi infancia, mientras Arturo Ripstein dirigía la escena en la que yo debía llegar a la misma puerta por la que mi madre había entrado a alimentarme, aquella remota mañana en que el sol iluminaba sus espaldas.
Arturo, que no sabía lo que acabo de contar, me había dicho que cuando llegara al cuarto pasara la mano por la puerta, como rememorando. Él nunca supo que aquel primer recuerdo vivía agazapado en la vieja madera y que entró por mis dedos como un torrente de visiones.
Hoy volvió a aparecer, muy preciso, en esta mañana del futuro en que por fin me he sentado a escribirlo.
Publicado en el blog Segunda Cita el 24 de mayo de 2012.