Ditirambos en torno a un mono gris




Cierta noche alguien de nuestra generación ―era un poeta―, dijo como para sí mismo que alguna vez se tendría que escribir sobre los versos de Vicente Feliú Miranda (beso a Elsa).

Pudo haber sido Luis Rogelio Nogueras, Víctor Casaus, Antonio Conte, Jorge Fuentes o el mismo Guillermo Rodríguez Rivera, ya que esto sucedía en el garaje de su casa ―rincón sinfónico, profuso de memorias culturales―. La verdad es que no recuerdo quién fue, pero la frase me asalta ahora que Vicente me entrega estos textos que alguien, al fin, le ha pedido para editarlos, para ponerme ante una tarea que sin dudas excede mis capacidades, ya que no soy un crítico literario.

¿Cómo hacer? Pues como único sé: estando en la vida de Vicente casi como en la propia, siendo familia, sabiéndome sus casas antiguas como castillos, sus guaridas en azoteas, sus mujeres legales y furtivas, su trova heredada, sus años preguitárricos y los sucesivos, sus dolores, sus fuegos y esperanzas.

Memoria existe como para retroceder aún más, pero me voy a detener en la canción que me hizo ver a Vicente, descubrir que no me las sabía todas del compañero con el que compartía alborotos bachilleriles, pizzas del Ten Cent, novias vespertinas y travesuras revolucionarias: El Mono Gris.

Me parece recordar que al escucharla tuve un atisbo de Poe y su Cuervo fatídico, por lo que entonces me dije: "Carajo, hay un Tintín que no conozco". Y lo que me faltaba resultó ser Vicente mismo, porque desde entonces la hermandad se dobló, se triplicó, estalló como un ramo de promesas para nosotros, dos jóvenes entonces melenudos, tiernamente rabiosos, que a la vez iban descubriendo a otros y a otros más con las mismas marañas dentro y fuera de la cabeza, con las mismas guitarras entre manos.

El Mono Gris, para entonces, era una canción "rara". "¿Qué extravagancia es esa de cantarle a un mono gris?", dirían algunos.

Pobre gente ―y ojo que no mala sino pobre―, la que demora en despertar. Pobre del que se queda dormido en noche cerrada para despabilarse cuando el sol es alto; pobre del que no ha visto amanecer. Ese no sabe los matices de la mudanza hacia el alba, y en sus entendederas las escalas del iris se reducen a la violencia de dos puntos opuestos: aquí la oscuridad, allá la luz. No puede, pues, como Vicente, describir una aurora ―o varias, como es su caso―, porque para comprender el alba hay que vivirla. Y debe ser por eso que madrugadores y noctámbulos son protagonistas y cantores a quienes un amanecer nunca es extraño, aunque la luz también se les revele con misterio.

No sé si misteriosa pudiera ser una palabra que calificara a esta canción. Está el posible símbolo del mono y la manifiesta sensación de ausencia que describe, pero sobre todo la angustia del joven que busca las llaves de un mundo entrevisto y ansiado: el de la salvación, o cuando menos el alivio, a través de la expresión artística.

Sobre mi cuarto hay un cielo muy negro, sin luz.
Dentro, una luz que agoniza al tratar de salir


Recuerdo el cuarto, recuerdo a la mujer, recuerdo incluso al mono de peluche. Pero sobre todo al insatisfecho Vicente de entonces:

A veces miro los libros y miro al portón
y soledad sólo encuentro y un hueco en mi ser


Era la época en que dos licenciaturas se batían con furia en su cabeza: la de Física y la de Nocturnidad. Era cuando el Tinto estaba decidiendo entre ser un profesor, con maletín y todo, o un animal amedrentador de burguesías, un trovador de barricadas:

Todo gira alrededor. Todo sobre mí da vueltas.
Dedos con desesperación buscan sin hallar seis cuerdas.


...Y desde esta distancia admira ver cómo, además, las encontraba.

Cierta vez, en la nota de un disco, afirmé que Vicente ―de nuestra generación de trovadores― era el épico por excelencia. Decía que hasta lo cotidiano lo cantaba glorioso, que asumía pasajes aparentemente menores de la vida con una connotación de contingencia apasionada, amorosa, casi aventurera. Ahora, sobre todo al releer algunos textos de su primera etapa, me doy cuenta de lo difícil que pudo serle abandonar el proyecto de vida que algunos de sus mayores le habían prefigurado, asunto que gravaba los riesgos de abrazar la guitarra. Y me pregunto si esa épica íntima, sufrida y cantada sesgadamente entre sus temas, no es una de las raíces de su sostenida vocación estoica.

Poco después Vicente sumaba a su holocausto personal la fragua de asumir la canción como una estrella que iluminaba y hería, como un madero arrastrado hasta un monte donde, para suerte y dolor, esperaba el calvario y el goce de un mayor compromiso.

Ser revolucionario y "raro" a la vez ―o sea artista―, es como ir vertiendo cuota extra de sal en las laceraciones que un arte insumiso inflige a quien lo esgrime. El derecho a la inconformidad y a la duda, dentro de la misma revolución que uno ama, defiende y sangra, es un tema que a muchos cubanos nos atañe. También por eso hay que decir que Vicente Feliú Miranda tiene, además, un buen sumario de asistencia y entrega en las conflagraciones colectivas. Y por eso no es raro que durante toda su trayectoria haya puesto empeño en ser consecuente con el ejemplo de sus héroes más queridos, entre los que están Javier Heraud, Ernesto Guevara, Pablo de la Torriente y el no menos colosal Ñico, obrero anónimo que sin duda

está allí,
con sus sesenta y pico de glorias,
de madrugadas sin sueño,
de pie, erguido sobre su especie,
esa especie de hombres
que no se publican,
que transcurren inéditos
en la capa definitiva de un país,
que se alzan a diario contra lo que falta,
calladamente, como quien sabe
que la palabra no vale
sin el brazo dispuesto que la respalde.


Estos y otros combates de los que ha emergido intacto como un niño, han consolidado un carácter y una voz singulares. La voz la tienen ahí, en la palabra que enamora desde una poesía personal, de gran hondura humana. El carácter, como la luz que su mirada se atrevió a capturar de los amaneceres ―para iluminar al mono gris―, es de quienes tenemos la franquicia de conocerlo, de sentirlo hermano y de narrar siquiera un pedacito de su fértil historia.

 

Silvio Rodríguez,
La Habana, 11 de abril de 1998.