Introducción a mis canciones




Texto (revisado) del libro Te doy una canción, editorial Planeta, colección Temas de hoy, Madrid 2006.

Cuando en 1975 salió mi primer larga duración en solitario, Días y Flores, yo llevaba diez años escribiendo canciones. Los discos colectivos en los que había participado reunían, si acaso, una docena de las muchas compuestas. Claro que no todas valían, pero creo que para entonces hubieran podido existir al menos dos o tres vinilos con temas de interés. Así que desde mi primer disco me acostumbre a intercalar temas de antaño entre los de más reciente creación. En 1977 apareció Al Final de Este Viaje, armado exclusivamente con títulos añejos. Después, y siempre tratando de ponerme al día, seguí incluyendo canciones “viejas” en la mayoría de mis discos “nuevos”. Desde la perspectiva actual me doy cuenta de que esta práctica reparadora ha desdibujado un orden, una visión de desarrollo, si es que lo hubiera; pero no hacerlo hubiera significado renunciar al trabajo anterior a 1975. Quienes necesiten el orden cronológico que por la razón expuesta falta en mi discografía, verán que al lado de los títulos puse el año en que cada canción vino al mundo, o el más probable.


Antes de la escuela que significó el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, que para mi empezó en 1970, mi bagaje musical consistía en las aptitudes de mi familia materna ―de mi madre muy en particular―, unas pocas lecciones de piano, la emisora CMBF, la película “Fantasía” y las salas de audición de dos bibliotecas públicas. Respecto a las letras puede que estuviera mejor equipado. Desde niño había visto leer a mi padre, lo que por simpatía me había convertido en un lector recurrente. Apoyándome estaba la Editora Nacional de Cuba, fundada por Alejo Carpentier, que había inundado el país con los clásicos de la literatura nacional y universal. A mi favor también estaba mi admiración por la lírica de José Martí, haber hallado al inmenso César Vallejo y al misterioso Saint John Perse. Además de Martí, Rubén Martínez Villena, José Zacarías Tallet y Eliseo Diego, en los inicios, fueron mis poetas cubanos y fundamentales. Esta afición lírica incluso me llevó a pecar en un concurso literario en 1967, en las postrimerías de mi servicio militar.


Cuando en mis tiempos de recluta salía de permiso, solía visitar a Guillermo Rosales, un amigo genial y alucinado con quien hablaba de prodigios como la ciencia espírita, el arte y la literatura. Después, cuando me licenciaron, me reencontré con otros ex-compañeros del antiguo semanario Mella que recién habían fundado un tabloide cultural llamado El Caimán Barbudo. Algunas noches este grupo se reunía en la heladería Coppelia, que por entonces brindaba una considerable variedad de sabores. Como yo trabajaba enfrente, en la televisión, cuando terminaba solía cruzar la calle L y sumergirme en los concurridos jardines donde, helado en mano, halaba una silla y me sumaba a la tertulia de mis amigos. Allí, entre otras cosas, se hablaba de libros, y yo solía tomar notas de los títulos que me sonaban interesantes. Vincularme a escritores de mi generación me hizo profundizar en la parte literaria de lo que se estaba convirtiendo en mi nuevo oficio. Estímulos musicales semejantes los tuve poco después, cuando conocí a los que hacían canciones y tenían más o menos mi edad.


 Cuando desembarqué con mis botas rusas en el ambiente musical de La Habana de 1967, me enteré de que Martín Rojas, Rey Montesinos, Pablo Milanés y Eduardo Ramos, compositores guitarristas de mi generación, tocaban difíciles canciones de filin, de bossa nova y de jazz. Mario Romeu, Federico Smith, González Mantici, Adolfo Guzmán, Rodrigo Prats, Valdés Arnau y el joven Leo Brouwer dirigían por turnos la formidable orquesta de la radio y la televisión. La mayoría de los cantantes de los programas musicales se dedicaban a hacer versiones de los éxitos comerciales foráneos. Los numerosos grupos vocales existentes, en general de calidad, seguían patrones estéticos norteamericanos de la década anterior. En los cabarets hacía eclosión el ritmo pacá, del gran Juanito Márquez y, en las calles, elmozambique de Pello el Afrokán irrumpía con muchos tambores y trombones. De la diversa Habana nocturna de entonces, alcancé a disfrutar del exquisito Bola de Nieve, de Teresita Fernández ―maestra devenida trovadora― y de las fugaces apariciones de una carismática actriz que cantaba textos de poetas como Virgilio Piñera, llamada Miriam Acevedo. En El Gato Tuerto o en otros clubes de los alrededores de La Rampa, escuchaba canciones de César Portillo de la Luz y del ronco José Antonio Méndez, las mejores para enamorarse. Por entonces la extraordinaria Marta Valdés era un leyenda repartida en diversos intérpretes. En la radio, versiones banales parecían predominar sobre los grandes boleros y, aunque la calidad de la canción cubana era patente, no había mucha conciencia de la importancia de nuestros autores. La tarifa oficial de las emisoras asignaba dos pesos a la participación de un trovador. La trova primigenia parecía agonizar, relegada a salas y patios particulares, donde ancianos devotos le rendían un culto amoroso.


En cuanto a la música foránea, en mi adolescencia había escuchado canciones de Elvis y The Platers, pero sobre todo las baladas románticas que entonaba Jonnhy Mathis. Ahora, desde la perspectiva de un autor incipiente, las letras traducidas de Charles Aznavour me parecían mejores que muchas de las escritas en castellano. Poco antes me había convertido en admirador de The Beatles, sobre todo a partir de Rubber Soul, álbum donde se perfiló la veta lírica que después continuaron. Pero, desde niño, la música de la que había sido ―y era― mejor cliente, era de la llamada clásica o de concierto. O sea que mis más profundos héroes eran Chaikovsky, Beethoven, Mozart, Bach, Vivaldi, Rachmaninov, Mussorgsky, Chopin y algunos más.


Por ser raíces y por referencias familiares, me identificaba con los trovadores por instinto, por consonancia clasista, por la humana voz de María Teresa Vera, por canciones de Sindo Garay y de Miguel Matamoros. Muy tempranamente, en 1967, me brotó La Canción de la Trova y quedó fijada como mi primera declaración de principios. A partir de un programa de radio en que coincidí con maestros cultivadores de la trova empecé a pedir que no me llamaran cantautor sino trovador ―identificación que, hasta donde sé, no usaban aún mis contemporáneos―. No por ello sometí mi curiosidad ni mi compromiso exploratorio como joven. Lo etiquetado, lo consabido, me parecía una simplificación insoportable. Para hacer canciones necesitaba de todas las libertades habidas y por haber. Si existía alguna ley gravitatoria, le correspondía sólo a la naturaleza ponerla en práctica ―y a al creador burlarla, siempre que saliera ileso―.


Cuando con 20 noviembres regresé a las calles de La Habana, luego de tres años y tres meses de servicio militar, portaba una libreta con unos cien textos cuyas músicas guardaba en mi memoria. Tan pronto tuve la ilusión de haber aprendido a hacer canciones, me pareció que debía aprender a deshacerlas.  Así la composición, a la que había llegado como pasatiempo de recluta, se fue convirtiendo en un afán de escribir músicas sugestivas y bien diferenciadas, con textos que soñaban ser poemas. Como ya he dicho, quería escuchar canciones que no existían y me dispuse a inventarlas. Pero aquello se me fue complicando y llegó a significar una labor cada vez más conciente contra la cristalización del gusto: por un lado trataba de romper la mansedumbre de maneras, temáticas y léxico habituales; por otro usaba sin prejuicios ―aunque críticamente― toda la información sonora a mi alcance. Para colmo acabé a aventurándome en una bronca de la que casi nadie sale ileso: revolucionar la relación artista-público desde una proyección ético-estética desmitificadora. Como había participado en la campaña de alfabetización y veía que el país avanzaba hacia niveles de instrucción crecientes, pretendí estar a la altura de mi tiempo y fustigué la superficialidad, convencido de que merecíamos un arte riguroso. No soportaba lo chabacano ni a los que aseguraban que el pueblo no entendía.


Mi primera canción la había escrito en 1962, cuando trabajaba en el semanario Mella, con quince años. Entonces había podido concebir únicamente texto y melodía, porque aún no tocaba instrumento alguno; así que Lázaro Fundora la armonizó con su guitarra. Era un esperpento llamado “El Rock de los Fantasmas” y se conserva gracias a la generosa memoria de Virgilio Martínez, que era mi maestro de dibujo. La hice jugando con mis compañeros de trabajo, para tener el pretexto de usar una grabadora checa, marca Tesla, que apareció en el departamento. Recuerdo que después la escuchábamos y nos partíamos de la risa, porque al final sonaba una siniestra carcajada de Roberto Alfonso.


Empecé creyendo que las canciones podían ser compañeras de congojas y dichas. No mucho después, ya soñaba que podían ayudar al mundo a ser mejor. Desde aquellos días hasta hoy ha transcurrido algo más de cuatro décadas, lo que para muchos pudiera ser toda una vida. Desde hoy veo que por haberme hecho cantor, me ha sucedido casi todo. Pero mi mejor suerte no consiste en haber acertado cuando decidí mi camino, sino en la calidad y cantidad de personas que han aprobado mi elección. Puede que existan muchas ilusiones, pero yo estoy seguro de una cosa: mis canciones han ido más allá y también más acá de lo que imaginé. Tanto, que, entre ellas y yo, a veces no se sabe quien imagina y quién realiza.


 



Silvio Rodríguez Domínguez
La Habana, enero de 2006 - mayo de 2011.