A la memoria de Luis Rogelio Nogueras, hermano
Tuve la suerte de ser querido, más que odiado, por mis contemporáneos. Y aquí mismo, en cuanto lo afirmo, aparece la tentación de desviarme a disquisiciones sobre el amor y el desprecio, y más aún, sobre la suerte por momentos dudosa de hacer algo que llame la atención de quienes te rodean y concentre sus miradas sobre lo que haces, es decir, sobre ti mismo, suerte tan deseada y tan esquiva, a la que llaman éxito.
Tener éxito, es cierto que te cambia la vida. Te regala cosas que ni en tus delirios más frenéticos imaginaste. Porque realidades que no concebías para ti, que no formaban parte de tus expectativas ―mucho menos de tus planes―, se sientan a tu lado, te tutean y, a veces, incluso te piden que retoces con ellas. Los brazos se te ponen morados de pellizcos y no es raro que alguna vez ―o veces― te mires al espejo y te hagas muecas, o se las hagas a los listos, o a los que según lo vigente debieran ser los únicos afortunados, y digas: ¡Ja!, logré colarme por el ojo de una guitarra y ya no ven el sapo, sino al príncipe.
El éxito es un don de ilusionismo. Y espero que nadie piense que trato de hacer una frase, porque lo digo desde la más transparente certeza. Quizá debiera agregar que sin la suerte no hay deseo que valga. Y con esto versiono aquella afirmación que según Víctor solté velozmente ―acaso demasiado― y era de tanto escucharla a mis mayores: “donde hay hombres no hay fantasmas”. Valga entonces decir que donde hay suerte no hay anonimato.
Por eso rectifico el comienzo de este epílogo:
Tuve la suerte de ser atendido, más que ignorado, por mis contemporáneos, a pesar de la cantidad de papeletas de olvido que le suele tocar a mi estirpe. Y tuve la suerte de nacer doce años antes de que un rabo de nube descendiera al país que me tocara, en otra insondable rueda de la fortuna. Tuve también la suerte de que no me tragaran las contradicciones que todas mis suertes anteriores me obsequiaron. Y la suerte, además, de que prevaleciera el compromiso con la vida sobre la autocompasión. La suerte de que cada golpe de soga fuera hilando un tejido resistente, pero no invencible, todo lo expuesto que lo humano precisa. Esa es la suerte madre de mis suertes: la de no haber extraviado, entre hados pasajeros, la memoria de ser afortunado, la dura y necesaria suerte del párpado abierto y el corazón en carne viva.
Doy gracias a todo y a todos por la humilde ilusión de estrella fugaz. Pero conste también que si la quiero es para compartirla, como hacía con su sustento el animalito perdido de aquella canción.
9 de octubre de 2006
Epílogo a la sexta edición de Silvio: que levante la mano la guitarra, Editorial Letras Cubanas, 2006.