Epistolario del subdesarrollo




No, no tengo que cerrar los ojos para ver.
No, no tengo que cerrar los ojos para ver,
para ver aquella tarde
en que Noel y yo cantábamos
y nos interrumpían
pidiéndonos canciones de Manzanero.
¡No!

No tengo que cerrar los ojos para ver.
No tengo que cerrar los ojos para ver,
para ver las servilletas del Hotel Nacional
decorando el congreso cultural,
que las pusieron lindas,
casi psicodélicas y todo.
Pero ahora se han descosido,
se doblan por las puntas
y ya no es fresco comer allí.
¡No!

No, no tengo que cerrar los ojos para ver,
para ver las mallas de hilo tan mal hechas
que se tejen las niñas que no pueden
ir a Londres a comprarlas.
¡No!
No tengo que cerrar los ojos para ver.
No tengo que cerrar los ojos para ver,
para ver a los pobres muchachitos
que arreglan como pueden sus pantalones
y los convierten en campanas
sordas o sórdidas.
¡No!

No, no tengo que cerrar los ojos para ver,
para ver lo mal que tiñen nuestros tintes,
que se le caen de la ropa a las muchachas
de cintas que quisieran ser tan brillantes
como el Eastman Color ―porque,
¿quién que haya visto Juego de masacre
no ama el color para siempre?
¡No!

No, no tengo que cerrar los ojos para ver.
No tengo que cerrar los ojos para ver,
para ver lo que es nuestra moda Go-Go,
nuestros peinados, nuestros estilos de bailar:
siempre a la retaguardia de cualquier extranjero.
¡No!
No, no tengo que cerrar los ojos para ver,
para ver que nuestros jóvenes
quieren esas cosas que para verlas
tengo que cerrar los ojos
y pensar el futuro.
¡No!

No tengo que cerrar los ojos para ver,
para verlos ahora a ustedes,
apenas dentro del pequeño espacio de mi guitarra,
rompiéndose el alma y las manos
para vivir en un país de buenas servilletas,
pantalones de campanas sonoras
y colores que hagan palidecer a Europa
―a Europa misma, sí, a Europa.

¡No!
¡No tengo que cerrar los ojos para ver!